XI Congreso de Historia de Colombia      
  

XI Congreso de Historia de Colombia

PONENCIAS (texto completo)

Título de la ponencia:

Respuestas rituales a los desafíos de la naturaleza en la época de Independencia

 

Autor:

Jaime de Almeida

 

 

Título, cargo y filiación institucional:

Doctor en Historia, profesor en la Universidad de Brasilia

 

 

Respuestas rituales a los desafíos de la naturaleza

en la época de Independencia

 

Jaime de Almeida

 

Introducción

 

Si los historiadores contemporáneos se preocupan por los problemas de la ecología es por su inevitable e imprescindible inserción en los grandes temas de la actualidad, como ciudadanos del mundo que somos. Esto nos obliga a evaluar constantemente, aunque no lo explicitemos con frecuencia, los grandes marcos de referencia que balizan el trabajo historiográfico. Una de tales referencias implícitas es la relación históricamente establecida entre sociedad y naturaleza.

La influencia del libro El hombre y el mondo natural. Cambios de actitud frente a la vegetación y a los animales (1500-1800) del historiador inglés Keith Thomas está presente en muchos proyectos de investigación en curso en los programas brasileños de posgrado en historia, casi siempre involucrados en los horizontes de la historia de las ideas o de los imaginarios. Por su vez, Señores y cazadores. El origen de la Ley Negra de E. P. Thompson sigue señalando la riqueza de una perspectiva historiográfica de las relaciones hombre-naturaleza ubicada en los territorios complexos y conflictivos de la historia social.

Una obra colectiva reciente publicada en Colombia, Historia y desastres en América Latina estimulará por cierto muchas vocaciones.

¿Qué significa hacer historia de los desastres, analizar los desastres en perspectiva histórica? Estudiar los desastres históricos, no como el término parecería indicar, es decir, estudiar desastres memorables, inolvidables, sino desastres ocurridos a lo largo de la historia de un determinado grupo o sociedad, enmarcados en una localidad, una región o un país, un espacio jurisdiccional, geográfico o político específicos, significa reconstruir historias en las cuales el desastre, como resultado de procesos sociales y económicos, constituye el hilo conductor.

 

Ahí están algunos estudios de desastres naturales en perspectiva histórica, presentados a la V Reunión de la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina (creada en agosto de 1992) en Lima, en octubre de 1994, como, por ejemplo: Alain Musset, Mudarse o desaparecer. Traslado de ciudades hispanoamericanas y desastres (siglos XVI-XVIII); Luis Ernesto Romano Martínez, Implicaciones sociales de los terremotos en San Salvador (1524-1919); Hilda María Herzer y María Mercedes di Virgilio, Buenos Aires inundable del siglo XIX a mediados del siglo XX; Lupe Camino Diez Canseco, Una aproximación a la concepción andina de los desastres a través de la crónica de Guamán Poma, siglo XVII; Susana Aldana Rivera, ¿Ocurrencias del tiempo? Fenómenos naturales y sociedad en el Perú colonial; América Molina del Villar, Impacto de epidemias y crisis agrícolas en comunidades indígenas y haciendas del México colonial (1737-1742; Guillermo Palacios, La agricultura campesina en el Nordeste Oriental del Brasil y las sequías de finales del siglo XVIII; Luis Aboites Aguilar y Gloria Camacho Pichardo, Aproximación al estudio de una sequía en México. El caso de Chapala-Guadalajara (1949-1958; Giovanni Peraldo Huertas y Walter Montero Pohly, La secuencia sísmica de agosto a octubre de 1717 en Guatemala. Efectos y respuestas sociales; Patricia Lagos Preisser y Antonio Escobar Ohmstede, La inundación de San Luis Potosí en 1887: una respuesta organizada.

Llama la atención la disposición de los autores a contribuir, con su trabajo académico, a los esfuerzos que se hacen en la prevención de catástrofes naturales como terremotos, sequías, inundaciones. Los miembros de la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina estaban, cuando se editó el libro, verificando la validad del concepto de vulnerabilidad, retirándolo de un horizonte excesivamente técnico para inserirlo en las problemáticas de la larga duración, de las concepciones religiosas y míticas, las estrategias de adaptación, las respuestas y capacidad de recuperación.

Un tema todavía no explicitado puede ser identificado en muchos de los textos, invitándonos a discutir la historicidad de las respuestas rituales a los desastres naturales. Las procesiones solemnes, las novenas, letanías y rogativas no pueden verse solo como respuestas religiosas, como expresión de concepciones religiosas o míticas, sino también como eso que muestran a la primera mirada: reunión, restablecimiento de las redes de sociabilidad, reafirmación de los valores y significados esenciales para que sobreviva la colectividad. En el texto de Patricia Lagos Preisser y Antonio Escobar Ohmstede sobre la inundación de 1887 en San Luis Potosí, por ejemplo, vemos como la secularización e laicización de las respuestas rituales frente a la catástrofe natural no restó la importancia de la confrontación entre los "espectáculos de la naturaleza" y los espectáculos sociales. Curiosamente, la colecta de fondos para los damnificados de San Luis Potosí ha tomado casi siempre la forma de las tradiciones festivas: corridas de toros, quermeses, la conmemoración misma del 14 de Julio por la colonia francesa, los espectáculos musicales y teatrales, etc. Un detalle significativo, tales actividades de tipo festivo y filantrópico disputaban espacio con otras fiestas, organizadas por la Iglesia y por el Estado que también recogían fondos para la manutención del calendario festivo religioso e cívico, o sea, para la conservación de las respectivas burocracias y para la legitimación del Porfiriato. Sería acaso por eso que "las reuniones que por diversos motivos organizaban los estratos medios y bajos de la sociedad terminaban, más temprano que tarde, calificadas como conspiraciones políticas".

En nuestro caso, estamos más especialmente interesados en la experiencia andina de diálogo ritual que se establece con la naturaleza en circunstancias excepcionales. Sabemos que no se puede estudiar la fiesta sin considerar la vida cotidiana y por eso hay que tomar seriamente en cuenta las características generales de la forma de inserción de las sociedades andinas a su medio ambiente. Por otra parte, también es cierto que lo cotidiano y los temas propios al tiempo profano no se constituyen al margen de las prácticas sociales de tipo ritual, ceremonial o festivo. El libro Del Tata Mallku a la Mama Pacha. Riego, sociedad y ritos en los Andes Peruanos por ejemplo, muestra como el calendario tradicional de ciertas comunidades andinas sigue operando aún en los días de hoy, pautando con técnicas y ritos la sucesión de los días, costurando el tejido social.

Para inserir nuestro tema en una larga duración, sugerimos el artículo "Volcan indien, volcan chrétien. A propos de l’éruption du Huaynaputina en l’an 1600 (Pérou Méridional)" de Thérèse Boysse-Cassagne e Philippe Boysse. Durante las semanas en que las erupciones volcánicas mantuvieron el tiempo pendiente entre el día y la noche, entre vida y muerte, sagrado y profano, los españoles hicieron procesiones, penitencias y promesas de devolución de tierras tomadas a los indios. Ya la interpretación indígena del mismo fenómeno indica el avance del proceso de aculturación: el volcán Omate habría pedido ayuda a su vecino un volcán todavía más fuerte pero éste, habiendo recibido en bautismo el nombre de San Francisco, no quiso colaborar en la destrucción de todos los cristianos de la región.

El complejo mítico de Inkarrí es uno de los temas cruciales de la etnohistoria andina. La expectativa milenarista del retorno del Inca Rey se cristalizó a mediados del siglo XVIII alrededor de la figura del cacique rebelde Tupac Amaru. Según la cosmovisión indígena la derrota de los incas frente a los cristianos fue un Pachacuti o sea un viraje cíclico, súbito y catastrófico del espacio-tiempo. Por eso, en toda época de crisis señalada por temblores, erupciones, inundaciones, hambre y enfermedades aparecen profecías de un nuevo e inevitable Pachacuti. La memoria indígena de las cenas rituales de ejecución en la plaza mayor de Cusco confunde las muertes de Atahualpa, Tupac Amaru I y Tupac Amaru II. El meollo del mito está en la imagen del Inca sepultado, la cabeza y la sangre separados del cuerpo descuartizado. Cada temblor de tierra se interpreta como un nuevo movimiento de recomposición de ese cuerpo que volverá un día para restablecer por entero la utopía del Incario.

Hay una evidente apropiación de tal asociación entre las divinidades tectónicas, el Pachacuti y los terremotos por el cristianismo andino. Las imágenes de la Virgen, típicas de la escuela cuzqueña, serían la representación mestiza de la Pachamama, la madre-tierra. También son notables las relaciones entre ciertas representaciones del Cristo y los terremotos, como el Señor de los Temblores de Cuzco. Siempre en la cordillera de los Andes, aunque muy lejos de ese horizonte cultural, el recurso que se considera más poderoso contra los terremotos es la imagen del Cristo llamada "El Amo" en Popayán y en muchas otras ciudades colombianas y ecuatorianas.

Encerremos nuestra incursión historiográfica con El cataclismo de 1797, en que el historiador ecuatoriano Jorge Núñez Sánchez analiza los comportamientos sociales frente a la erupción del volcán Tungurahua que destruyó las ciudades de Ambato, Latacunga y Guaranda como una formidable respuesta civilizatoria al desafío de la naturaleza imprevisible. Después de las respuestas racionales y técnicas, el autor evalúa también las respuestas míticas de diferentes grupos culturales:

Según la tradición judeocristiana del clero católico, los terremotos nada más serían que manifestación de la ira divina por los pecados, especialmente aquellos cometidos en el carnaval. Por su vez los informes del Corregidor de Ambato, Bernardo Darquea, y del Presidente de la Audiencia de Quito don Luis Muñoz de Gusmán demuestran como el círculo cultural erudito, vinculado a la tradición greco-romana, veía tales catástrofes como venganza de la naturaleza americana y la sociedad indígena contra los que osaban domeñarlas:

El elevadísimo cerro de Tunguragua (...) es un cerro maestro, volcán conocido y declarado contra nosotros". "Se alzaron los indios en el primer instante, publicando entre sí, que los volcanes de Tungurahua (...) habían dado aquellas tierras a sus antepasados, y, adorando a aquellos volcanes como si fueran dioses, trataron de eliminar a los españoles que se habían escapado a la ruina general.

 

Ya entre los diversos estratos mestizos predominó el recurso a imágenes que reunían características de la Pachamama indígena y de la Virgen María, en especial las vírgenes mestizas de El Quinche, de Baños y de Huayco, cuyas capillas se tornaron centros tradicionales de peregrinación.

 

 

La Independencia de la Nueva Granada

frente a los desafíos de la naturaleza

 

Un gran temblor ocurrió en Venezuela justamente el Jueves Santo de 1812. Por casualidad, el epicentro del seísmo destruyó las provincias rebeldes, mientras que las provincias realistas como Valencia, Coro y Maracaibo poco sufrieron. Dicen también que, cuando cayó la iglesia de la Santísima Trinidad en Caracas, solo quedó de pie una columna en que lucían las armas reales de España. El clero caraqueño apeló inmediatamente al recuerdo del Jueves Santo de 1810, día en que los patriotas habían exigido una reunión extraordinaria del Cabildo y nombraron una junta de gobierno. El pueblo, estimulado por el clero, interpretó la catástrofe como castigo divino perdiendo definitivamente la confianza en el gobierno patriota. Simón Bolívar trataba de socorrer a las víctimas bajo los escombros de la iglesia de San Jacinto donde se deparó con José Domingo Días, un futuro enemigo suyo. Este relató más tarde que Bolívar le había dicho en aquellas trágicas circunstancias: "Si la naturaleza se opone a nuestros designios, lucharemos contra ella y la venceremos!"

Tal como la sociedad conturbada por la guerra, la naturaleza por su vez pareció revolucionarse: después de Caracas en Bogotá, en Santa Marta, en Pasto, en Popayán. Eran las 22h30 del 17de Junio de 1826 cuando Bogotá fue sacudida por un temblor. En el relato deliberadamente pintoresco que 30 años más tarde hizo José Manuel Groot aparecen varios comportamientos de tipo festivo. Todos corrieron a la Plaza Mayor, algunos desnudos. "El terror era grande; por dondequiera se oía cantar el Santo Dios, y los pecadores acorrían al tribunal de la penitencia". Luego hubo otro fuerte estremezón a las 05H30, y todos salieron a buscan casuchas en los arrabales:

Aquí era la bulla de criados y de criadas y muchachos, entrando y saliendo, con camas, con platos, con trastos, en idas y venidas a las casas para traer lo necesario para comer, para dormir, en aquellas salitas o tugurios donde se amontonaba todo: camas, platos, ropa, con gran gusto de los muchachos, que cada rato sentían temblar porque no se fueran para su casa: las viejas rezaban, a las mozas les daban convulsiones, y San Emigdio era invocado a toda hora, porque de los santos nos acordamos cuando nos asustamos.

 

Así pasaron 15 días de alarma con las oficinas y las escuelas paradas,

cosa tan agradable para los estudiantes y escueleros – cuenta Groot - , que si hubieran podido rebullir la tierra todos los días, no lo habrían excusado. Entre tantos sustos había también sus gustos, porque aquel mismo estado de desorden daba lugar a la franqueza e inspiraba confianza entre las gentes, repitiéndose visitas agradables, contrayéndose nuevas amistades.

 

Poniendo énfasis en los comportamientos juveniles, Monseñor Groot buscaba por cierto sugerir un cierto estado de inocencia, para mejor destacar las actitudes que describiría enseguida como resultantes de las nuevas doctrinas que empezaban a enseñarse en los colegios de Bogotá. El terremoto ocurrió justo cuando se desarrollaba una áspera controversia entre intelectuales católicos y liberales respeto al plan general de estudios que prescribía la Ley Orgánica de 18/03/26. Pero el texto sugiere que todos los habitantes de la ciudad vivieron una atmósfera bucólica de picnic o vacaciones. Si es verdad, como lo afirma nuestro colega Marcos González Pérez, las fiestas religiosas y cívicas decimonónicas no constituyen aquel espacio privilegiado de unanimidad y de congraciamiento que imaginaron los filósofos, el relato del pintor Groot invita a pensar que sí las catástrofes son capaces de crearlo.

El desastre tenía serias implicaciones religiosas. Al parecer, el temblor no suscitó reacciones del clero contra el gobierno republicano; según la Gaceta de la Nueva Granada los eclesiásticos ejercieron su ministerio "con suma prudencia y celo." Pero las procesiones y rezos, espontáneos o dirigidas por clérigos, firmaban la interpretación del fenómeno como castigo a la impiedad del vicepresidente Francisco de Paula Santander y su ministro Vicente Azurero, quienes habían perseguido al sacristán Francisco Margallo por sus plegarias de Cuaresma y Semana Santa contra la enseñanza de las ideas de Jeremías Bentham y por maldecir al colegio de San Bartolomé, reducto de los jóvenes liberales.

Otro terremoto aún más violento forzó los bogotanos a abandonar de nuevo sus casas el 16 de noviembre de 1827. Su epicentro estaba al sur, donde los volcanes Huila y Puracé entraron en erupción. Pueblos como Pital y Gigante, en la provincia de Neiva, desaparecieron por entero; los ríos cambiaron su curso inundando aldeas, completando el desastre. En la capital, atingida por el seísmo de noche, la gente tenía buenas razones para acordarse de las plegarias de Francisco Margallo mientras oía tocar las campanas. Dos semanas antes, había muerto el cónsul general de los Países Bajos en duelo con el hijo del general Miranda, sus exequias habían sido celebradas en la capilla de la Hermandad del Santísimo, contrariando las convicciones del capellán, el mismo Francisco Margallo. En un sermón solemne, este declaró profanado el templo y suspendió todas las funciones religiosas. El terremoto, por casualidad, destruyó al templo, tal como el anterior lo había hecho al colegio de San Bartolomé.

Más tarde, en 1831, después de la batalla del Santuario, un proceso movido contra el cura José Manuel Fernández Saavedra, vicario de Facatativá, a quien los alcaldes de blancos y de indígenas acusaron por varios crímenes, confirma la gravedad del asunto: el vicario habría plegado en la fiesta de San Juan de 1826, que los masones eran los culpados por el terremoto, que en Francia los habían pasado por la espada, que el pueblo de Facatativá debía rogar al cielo que se abriera la tierra para engullirlos.

Pasemos a la región sur de la Nueva Granada empezando por algún día del año 1817 en que los cabildantes de Popayán organizan una rogativa solemne al Santísimo Sacramento "por la aflicción en que se encuentra la ciudad en vista del gran temblor de tierra de esta noche". En la misma reunión se encargó al alcalde ordinario Mariano Tejada de recoger unos indios para subir al páramo a reconocer y limpiar las bocas del volcán Puracé. El año siguiente, el regidor Ramón Jordán comunicaba que era necesario limpiar con urgencia las bocas del páramo obstruidas por el azufre. El terremoto tan temido ocurrió en noviembre de 1827 – ya lo vimos en Bogotá – destruyendo la mayoría de las casas y provocando escasez de víveres. Después de las respuestas inmediatas, en que se destacan las procesiones y rogativas, el cabildo nombró una comisión para limpiar las bocas del Puracé cuyos constantes temblores mantenían la ciudad semidestruida por la guerra en estado de alarma, bajo los ataques del comején y las langostas. No tenemos todavía conocimiento de cuales serían los procedimientos técnicos y quizás rituales adoptados en la limpieza del volcán.

En enero de 1834 un gran temblor destruyó la ciudad de Pasto que, así como Popayán y todas las ciudades del Valle del Cauca, se había separado de la República de Colombia luego de la muerte de Bolívar y el golpe de estado del general Urdaneta, uniéndose al Estado del Ecuador, y que se había integrado a la República de la Nueva Granada pocos meses antes del terremoto.

El Presidente Santander envió 3.000 pesos para socorrer a las primeras necesidades de las víctimas. Algunos pasajes de su mensaje público al Gobernador de Pasto pueden leerse como un desdoblamiento de la actitud de su rival Bolívar frente al terremoto de Caracas. La catástrofe de Pasto no era un sólo desafío de la naturaleza sino también una rara oportunidad para revolucionar a la misma sociedad.

La valerosa Pasto pronto renacería de su ruina, por su posición, por su industria, por la valentía y lealtad de sus habitantes. Recordando las anteriores experiencias de desastres, el presidente prometió remediar a la fatal combinación de circunstancias – terremoto, inundaciones, incendios, peste y hambre – con la suspensión de los impuestos por 4 o 5 anos, y propuso reedificar la ciudad según un plan uniforme y racional. Las calles deberían ser rectas y espaciosas, prohibiéndose absolutamente la construcción de casas altas. Las nuevas casas, más bajas, deberían tener muchos pilares de madera y los enmaderados bien trabados. Las ventanas serían bien rasgadas e iguales, y colocadas a distancias y alturas también iguales; los tejados deberían tener la misma forma y elevación; en el interior, las piezas serían claras y ventiladas con corredores internos desahogados, los portales altos e uniformes por la parte exterior. Se trataba en fin de buscar la simetría, la solidez y la comodidad, cosas muy fáciles de combinar, según el presidente – y que por cierto nunca habían existido en Pasto.

Enseguida, el Presidente Santander desarrolló su proyecto liberal y racionalista. Ya que las manos de la Providencia habían decretado la ruina de Pasto, que se aprovechase la oportunidad para hacerla tornar a existir con un aspecto risueño, con la sencilla elegancia que diera testimonio de la cultura de los que la habitaban, más sana, más cómoda, más habitable. En cuanto a la mayoría de los conventos y a las iglesias, no podrían ser reedificados y se daría a los religiosos regulares un asilo donde pudieran vivir en conformidad a las reglas de sus respectivas congregaciones, e incluso se les facilitaría la transferencia a los conventos de otras ciudades, hasta mismo en Quito...

La respuesta de los pastusos expuso la firmeza de sus convicciones. El tono y el lenguaje son los mismos que se emplea en los ritos sociales de velatorio o entierro, haciendo fuerte contraste con aquellos del mensaje del presidente Santander. El Consejo Municipal agradeció la ayuda "de nuestro paternal gobierno" y de las demás ciudades, sus hermanas. Pasto era llamada la patria, o, más frecuentemente, la madre de los signatarios. Gracias a los socorros recibidos, arrancarían de las manos de la muerte orgullosa a su querida madre. Lo que sigue parece escrito, tanto en respuesta al terremoto como a una catástrofe anterior, decretada por Simón Bolívar en su carta de 21 de octubre de 1825 al mismo Santander, que intercalaremos aquí:

Los pastusos deben ser aniquilados, sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar. De otro modo Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto o embarazo, aún cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán nuestros estragos, aunque demasiado merecidos.

 

Por su vez, los dirigentes pastusos replicaban ahora al mismo Santander manifestando su firme deseo de existir como ciudad en el interior de la comunidad neogranadina:

No, no dirá el viajero: ‘aquí fue la tierra de los valientes pastusos’, pero sí: ‘feliz pueblo que volviste a nacer de las ruinas por haber pertenecido a la Nueva Granada" (...) Todos los días levantamos las manos al cielo y bendecimos nuestra reincorporación al gobierno de nuestros corazones.

 

Después de muchos votos a cielo por la prosperidad del gobierno de la Nueva Granada, los pastusos encerraron sin ninguna concesión un asunto gravísimo:

Seguros de que hablamos con un gobierno que hace las veces de un padre tierno y compasivo, hacemos la indicación de que ni los religiosos, ni las religiosas piensan abandonar a esta patria, y todos con entusiasmo admirable ponen ya mano en la reedificación de sus conventos e iglesias (...) estos vecinos (...) que esperan de su beneficentísimo gobierno, no hará la menor alteración sobre este particular.

 

Cinco anos más tarde, o sea, justamente cuando terminaba la suspensión de impuestos concedida por el presidente Santander, la supresión de los conventos de Pasto por el gobierno de la Nueva Granada sería el estopín de una de las más sangrientas guerras civiles del siglo, la Revolución de los Supremos.

 

Conclusión

 

Empezamos por el terremoto de Caracas en 1812 y llegamos al terremoto de Pasto en 1834. En las dos catástrofes, hemos visto como reaccionaron Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander respectivamente, enfrentándose a las catástrofes naturales con la misma obstinación como se enfrentaban al conservadurismo político y religioso. Si en Caracas, la mayoría de la población estimulada por el clero interpretó el terremoto como un castigo divino contra el movimiento patriótico, ya el temblor de Pasto, 22 años más tarde, se presentó al presidente Santander como una oportunidad más de destruir la vieja mentalidad de sus habitantes. No podemos por el momento profundizar nuestro análisis, pero resulta una fuerte impresión de grandeza y de fracaso, como si mirásemos a los infatigables esfuerzos de un Sísifo americano. O aún, pensando en las catástrofes contemporáneas con un vocabulario parecido al que emplearon los representantes de Pasto en 1834, es como si viéramos, a ratos, nuestros hermanos y hermanas colombianos atropellados sorpresivamente por un encontronazo más entre su padre (la sociedad políticamente organizada) y su madre (la naturaleza). Ojalá, a pesar de todo, se confirme nuestra esperanza de que la solidaridad espontánea de la gente estará creando nuevas relaciones a la altura de los retos enfrentados por Colombia.

 

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