ponencias
 
  XI Congreso de Historia de Colombia      
  

XI Congreso de Historia de Colombia

PONENCIAS (texto completo)

Desastres naturales, rogativas públicas y santos protectores en la Nueva Granada. Siglos XVIII y XIX
Juan Carlos Jurado Jurado

 

“Es dogma de fe católica que Dios produce todas las causas y efectos; y siendo efectos naturales los terremotos, truenos y tempestades, concurre Dios a su producción, como a otro cualquier efecto natural.” (Cevallos. Censura de las Cartas de Feijoo sobre terremotos).

 

¿Cómo eran enfrentados los desastres naturales, en los siglos XVIII y XIX, cuando no existían los mecanismos institucionales que hoy conocemos bajo el moderno concepto de la prevención de desastres, con todo su sistema de ayudas tecnológicas, médicas e institucionales? Los desastres se asemejan a las enfermedades, al ser un elemento de desorganización social y un factor de temido desarreglo para la vida cotidiana, por lo que permiten hacer visibles las articulaciones internas de una sociedad y las tensiones que la atraviesan. Son un punto privilegiado para percibir el significado de mecanismos administrativos y prácticas religiosas en torno a fenómenos que vulneran una comunidad, así como la imagen que una sociedad tiene de sí misma.[2]

 

A pesar de que los archivos coloniales y republicanos poseen información dispersa sobre el tema, es posible identificar la manera como se sucedían con recurrencia fuertes temporadas de invierno que obstaculizaban el comercio y la movilización de personas y mercancías. Los documentos históricos también permiten conocer, la ocurrencia de tempestades, granizadas, inundaciones, largas temporadas de sequía, vendavales, erupciones volcánicas, terremotos y deslizamientos de tierra y lodo, que podían arrasar cultivos, animales del campo y poblaciones enteras. Al hecho de que sucedieran estos eventos, contribuían las acciones humanas de intervención sobre los paisajes naturales.

 

Extendiendo el concepto de las catástrofes a otra serie de eventualidades no “geográficas”, pueden sumárseles las plagas de langosta u otros insectos, que trastocaban la vida local al arrasar extensos cultivos dejando sumidos en el hambre a grupos de población. También, las catástrofes epidémicas, podían tener efectos devastadores en aquella época, siendo las más comunes las de sarampión, viruela, fiebre amarilla y cólera, designadas con el nombre genérico de “pestes”.[3]

 

La precariedad de las construcciones y del mundo urbano colonial para contener y domeñar los desbordantes flujos de agua de quebradas y ríos en los inviernos; la falta de eficientes tecnologías de construcción antisísmica; la inexistencia y desconocimiento de modernas técnicas para el cultivo y la conservación de alimentos a gran escala durante largas temporadas de escasez causadas por el invierno, la sequía o las plagas; y la falta de ayudas preventivas y médicas eficientes para combatir las plagas y el contagio de enfermedades, tuvieron efectos devastadores sobre la población y sobre sus recursos para la sobrevivencia. Esta precariedad de medios para enfrentar los desastrosos efectos de la naturaleza y la enfermedad, está íntimamente relacionada con la forma como se recurría a un “utillage” religioso y mágico para sobrellevar la calamidad.

 

Familiaridad con una naturaleza amenazante e incontrolable.

La sociedad colonial era predominantemente rural y campesina, de modo que la forma de vida de la población, que en su mayoría vivía fuera y en torno a las ciudades y villas, estaba regida estrechamente por los ciclos y los fenómenos naturales. Tanto el trabajo, que era predominantemente agrícola, como la vida social, estaban a merced de las variaciones del cielo y de las estaciones climáticas. Los centros urbanos, donde la población podía sustraerse en cierta manera a los efectos meteorológicos eran bastante precarios en su materialidad, de modo que se vivían con intensidad todos los fenómenos naturales, en especial los catastróficos. Entonces el mundo natural no era considerado como en nuestras sociedades occidentales del siglo XXI, como frágil, dependiente y a merced del hombre, sino por el contrario, como amenazante, terroríficamente poderoso e incontrolable; es decir, triunfaba fácilmente sobre los hombres. De allí que frente a él se desarrollaran técnicas pero también actitudes y sentimientos religiosos para compensar y contrarrestar sus amenazantes poderes sobre lo humano.

 

La familiaridad con una naturaleza amenazante e incontrolable en los siglos XVIII y XIX, pudo suscitar en la población, mayoritariamente campesina en la Nueva Granada, un sentimiento de fatalismo resignado, más visible en los angustiosos momentos del desastre, cuando “la vida estaba a merced de la muerte” y no había “nada que hacer” frente a las calamidades. Muchas de éstas podían suscitar o transformarse en “crisis de sobrevivencia”, como la que al parecer se presentó en Antioquia a principios del siglo XIX, según lo sugiere el historiador Alvaro Restrepo Eusse:

 

“Desde mediados de 1807 comenzó a sentirse en la provincia el efecto de un prolongado verano o falta total de lluvias, por escasez de víveres para atender la ordinaria alimentación de sus habitantes; situación que se agravó considerablemente con el consiguiente verano de 1808, produciendo una calamidad de hambre cuya memoria con todos sus horrores se ha conservado con espanto. A pesar de los filantrópicos esfuerzos que hicieron las autoridades y los ciudadanos, no pudo obtenerse eficaz remedio hasta que se estableció el curso regular de las cosechas”.[4]

 

Frente a estos acontecimientos fueron comunes los Autos de los Cabildos, “para que no se extraigan los maíces de la jurisdicción en tiempos calamitosos”, lo cual suponía un control más estricto sobre el comercio de los escasos víveres y de este modo, evitar alzas exageradas en sus precios. Las autoridades también trataron de estimular la agricultura, la entrega de limosnas para los más pobres, y velaron con mayor celo el orden público y la mendicidad, confiriendo permisos especiales para ejercerla. La efectividad de tales medidas fue limitada, debido a su precipitud y a la deficiencia de recursos para aplicarlas con duración.[5]

 

De la ira y los castigos divinos. Las rogativas públicas.

 

“Señor, tu eres también el Dios de amor en la tempestad, y el Dios de bondad en la tormenta”. (Oración durante la Tormenta. (Ejercicio del Amor Divino). 

 

En las situaciones catastróficas los campesinos se sentían a merced de la naturaleza. En medio de ellas se generaban tensiones y pánico colectivo, en medio de los cuales la religión ofrecía respuestas sobre el origen sobrenatural de los males que afectaban a la comunidad y salidas para atenuar o escapar a sus efectos. Aquí, la religión respondía a la profunda necesidad de nombrar los miedos. Y era que resultaba una experiencia terrorífica en esta sociedad católica, morir repentinamente sin los auxilios sacramentales en medio de la catástrofe, arriesgándose a “perder el alma para la eternidad”. El historiador de las mentalidades Philippe Ariés ha mostrado como en las sociedades occidentales tradicionales, la muerte repentina era indeseable y traumática para las personas, pues se valoraba sobremanera un “bien morir”, con el tiempo suficiente para recibir los sacramentos, testar, despedirse de los allegados y familiares, y vivenciar la muerte misma en el lecho propio en un acto de sentido fervor religioso, contricción y espera.[6]

 

En medio de la catástrofe, era entonces cuando los sentimientos de precariedad de la vida material y de impotencia frente a la naturaleza se experimentaban con más fuerza. Se acudía entonces con afán a los poderes de la “Divina Magestad” por medio de rogativas, romerías o novenarios, dada la inoperancia de los remedios humanos o al mismo tiempo que se recurría a éstos.

 

Escenas colectivas de terror y pánico, un tanto graciosas y pintorescas, donde se desencadenaban verdaderas oleadas de fervor religioso en medio del desorden general, componen las descripciones que se conservan sobre los desastres naturales. José María Caballero narra de manera jocosa lo sucedido en medio de un temblor de tierra del 18 de noviembre de 1814, en Santafé:

 

“En esta misma noche tembló como a las diez y media, pero como a las once y cuarto fue más grande, por cuya causa se asustó y alborotó toda la gente, en términos que no quedó uno acostado; todos salieron a las calles y amanecieron en las puertas de las casas y tiendas y en las plazas, rezando a gritos por todas partes. La comunidad de San Francisco dio vueltas por la plazuela, cantando letanías, de suerte que en medio del susto daba gusto ver a todas las gentes por todas partes, porque unos rezaban el rosario, otros el trisagio, otros las letanías de la Virgen, otros las de los santos, unos cantaban el Santo Dios, otros la Divina Pastora, unos gritaban el Ave María, otros el Dulce Nombre de Jesús, unos lloraban, otros cantaban, otros gritaban, otros pedían misericordia y confesión a gritos. En particular, las de mayor alboroto eran las mujeres. Yo me reía a ratos de ver tanto movimiento, sin sino, como locos, pues ninguno sabía lo que hacía; y aun en aquellas personas doctas y de mayor civilización. ¡Válgame Dios, lo que es un susto repentino, y más si viene por la mano del Altísimo!”[7]

 

Aquí, es importante señalar que el miedo como “respuesta al riesgo”, no se agota en ella y se constituye en una experiencia social, construida cultural e históricamente. De acuerdo con esto y como se señalará más adelante, el poder de lo religioso permite contrarrestar la fragilidad de los cuerpos frente a la enfermedad o la del cuerpo social frente a las impredecibles fuerzas de la naturaleza, a diferencia de lo que acontece en las sociedades contemporáneas donde las ciencias y el aparato jurídico del Estado cumplen estas funciones.[8]

 

Además de las respuestas religiosas más inmediatas e instintivas frente a la catástrofe y de las medidas de carácter práctico para neutralizar sus devastadores efectos, sobresale que estuviera estipulado como norma de acción de los cabildos, decretar y organizar rogativas públicas en concierto con las autoridades eclesiásticas. Las rogativas eran una práctica religiosa, cuyos orígenes se remontan a España, según se las reglamentaba en la Novísima Recopilación de Leyes.[9] Se dictaminaba que el Cabildo debía acordar las rogativas con el Vicario, acordando el día y convocatoria entre los vecinos, “haciendo que todos concurran a pedir el socorro de la Magestad Divina”.

 

Para el historiador Manuel José de Lara Ródenas, éstas eran manifestaciones socio-religiosas, nacidas de las angustias, expectativas y frustraciones de las viejas sociedades agrarias al calor de su incapacidad para dominar el medio. Son parte del desbordante espectáculo de la religiosidad barroca, convocadas por tres tipos de motivaciones: para enfrentar los envates de la meteorología, la epidemia o la guerra.[10]

 

Como lo he sugerido antes, a los cabildos correspondía la iniciativa de convocar las rogativas. De allí que sus costos se pagaran de sus Propios y Rentas, cuando no se sustentaban con las limosnas del vecindario. Por lo general la rogativa adquiría configuración completa, un novenario de misas cantadas con procesión general el último día, aunque podía bastar la procesión sola. Para el caso de la Villa de Medellín, de la que he explorado parcialmente las Actas del Cabildo, se registran lacónicas peticiones, mandatos para celebrarlas y sus respectivas motivaciones. Como ejemplo, puede citarse la 

solicitud del Cabildo de la Villa de Medellín, del 2 de junio de 1817, donde se ordenaba hacer rogativa a la Virgen Patrona por la sequía y las “pestes” que se presentaban en aquella época de verano:

 

“...siendo graves los prejuicios que resultan a los frutos por la seca que se advierte e igualmente la peste que amenaza una gran devastación y ruina del vecindario, por tanto pide se haga una rogativa a Nra. Patrona de la Virgen de la Candelaria...” Pedido que fue aprobado para el sábado 7 de junio y “al efecto pedir la limosna que se acostumbra”.

 

Si se atiende a las tradiciones hispánicas en esta materia, puede decirse que las rogativas se realizaban con el concurso de la vecindad en una de las parroquias de la población; el último día de los nueve que solía ser domingo, todos los estamentos sociales salían en procesión y en desfile general, con las cofradías llevando sus estandartes y las órdenes religiosas liderando el fervor público. Se acordaba más comúnmente el novenario a los santos patronos de las localidades y el último día se sacaban sus imágenes en procesión hasta una de las parroquias donde se decía la última misa, luego de lo cual se las retornaba a su lugar originario, generalmente la iglesia mayor.

 

Con las rogativas se desplegaba todo un gobierno de las conductas y sentimientos religiosos, pues las autoridades extendían su poder a la intimidad del fervor religioso, exigiendo “contricción y arrepentimiento” o la “devoción y solemnidad que es justicia”, para lo cual se demandaba que nadie faltara sin haber confesado y comulgado, y que “todo se haga con la mayor devoción que se pueda”, con la advertencia de ser castigados los ausentes.

 

Indagando por los fenómenos de psicología colectiva que revelan los eventos catastróficos, De Lara Ródenas sugiere sobre las rogativas públicas, que al tener la fuerza del colectivo, facilitan la cohesión del cuerpo social y catalizan sus temores y angustias frente a ellos.

 

“En el fondo, hiciera o no la merced, la rogativa pública había ido más allá, del ruego coyuntural. Su propia naturaleza formalizada, el carácter masivo y globalizador de unas manifestaciones sociales y religiosas que premian lo institucional sobre lo instintivo, nos apuntan a la consideración de la rogativa como un instrumento efectivo de cohesión. Independiente del temblor religioso e íntimo que anima al conjunto, en el que es difícil que un historiador pueda penetrar, independientemente del funcionamiento de la rogativa como tubo de escape de evidentes malestares, no cabe duda de que el poder barroco es consciente de la desmedida fuerza de unión social que llevan en sí los problemas compartidos, y que la convergencia de clases y estamentos en un mismo gesto común dota al cuerpo resultante de un carácter orgánico fácilmente gobernable”.

 

Así, éstas celebraciones litúrgicas articulaban la veneración a los santos con la sociabilidad comunitaria. Al vincular a todas las clases sociales bajo el apelativo genérico del “vecindario”, las rogativas con formas rituales como la procesión, suponen efectivos procedimientos en la política de gobierno de la colectividad. La Iglesia y las élites locales, propiciaban con estos actos de temor y devoción religiosa un “elemento de cierre espacial comunitario para reforzar el sentido de identidad local” en una simbiosis santos/divinidad-población, ya con ocasión del día de la festividad del patrono local o en medio de las calamitosas circunstancias del desastre.

 

De la revisión que he realizado de las Actas del Cabildo de Medellín, para los 142 años que van de la fundación de la Villa en 1.675 hasta el año de 1.717, año hasta el cual existen índices que facilitan su consulta, he registrado 13 solicitudes oficiales de rogativas y acción de gracias por parte de los cabildantes. Casi todas están dirigidas a la Virgen de la Candelaria, con diversas motivaciones, tales como: “que cesen las lluvias que afectan las cosechas”, “para que cese la peste y el mal tiempo”, “contra la plaga de langosta” o como la llamativa y ordenada por el cabildo “acción de gracias por los daños ahorrados” a la Villa en el terremoto ocurrido en Santafé en julio de 1785.[11] Sobresale el hecho de que el 53.85% (7) de las 13 rogativas contabilizadas fueran suscitadas por motivos climáticos o “agrícolas” y para que “cese la peste”.[12]

 

Es de destacar que algunas rogativas coinciden con la época de lluvias de principios del año, por lo cual se la señalaba como de los “Aguaceros de la Candelaria”, pues la fiesta de ésta advocación de la Virgen se celebraba el 2 de febrero. Igualmente y como un ejemplo más de la forma como los fenómenos naturales estaban signados por el calendario religioso, la época veraniega de mediados de año era designada como los “veranos de San Juan” o las “cosechas de San Juan”. Las fiestas de Corpus se celebraban en el cambio del calendario agrícola, al pasar del tiempo de lluvias al tiempo seco.

 

Recursos mágico-religiosos contra la catástrofe.

Durante y aún después de los eventos catastróficos los actos de fe religiosa manifiestan la certidumbre de la gente en los poderes divinos para restablecer el curso regular de la naturaleza, y los poderes comunitarios, de orden mágico-religioso para incidir sobre el mundo natural. Estas expresiones de “religiosidad popular” no fueron exclusivas de la época colonial, continuaron durante el siglo XIX, y aún existen, principalmente en las sociedades de procedencia campesina, a pesar de los avances de la ciencia, la medicina y la tecnología y lo que ellas implican en cuanto a un supuesto dominio sobre la naturaleza y la enfermedad. Además, estas manifestaciones variaron de acuerdo con las preferencias de cada grupo social por el santo de su devoción, o de las localidades por su santo patrón, a los que se acudía para restablecer la normalidad de la vida social y natural.

 

Eventos naturales nefastos para la agricultura como una plaga de langosta, reforzaron la devoción a la Virgen de la Candelaria en la Villa de Medellín. Así lo anotó el conservador, educador y abogado Pedro Antonio Restrepo Escovar en su diario:

 

“Mayo 19/1878:...El padre Gómez convidó ayer para ir en peregrinación a Itagüí, llevando a Nuestra Señora de La Candelaria a decirle una misa allí y a matar langosta... Muy de mañana mandé a mis hijos...que se fueron adelante de mí a matar langosta; yo me fui después.”[13]

 

Este caso como otros que narran viajeros y cronistas de la Nueva Granada, donde se percibe la participación de personas cultas y “principales” de la Villa en romerías y procesiones junto a numerosos campesinos y parroquianos de la más baja extracción social, hace pensar que estas manifestaciones de religiosidad estaban socialmente extendidas y no parecen exclusivas de las “clases subalternas”, pues se compartía una cercanía cultural y psicológica entre los diferentes estratos sociales, cuyas diferencias en lo económico sí podían ser más visibles. La “religiosidad popular”, no era pues, exclusiva de los sectores “populares”. Además, se sugiere en las actitudes de la colectividad, que recurrir a lo religioso no implicaba un fatalismo paralizante ante la calamidad, sino un sustento y motivación simbólica efectiva para la acción humana dirigida a neutralizar sus efectos. Actitud que ha recogido el folklor popular en la conocida frase “a Dios rogando y con el mazo dando”.

 

En otras regiones de la Nueva Granada como en la Sabana de Bogotá, los labradores tenían en la iglesia de Monserrate su “santo abogado”, al que acudían para calmar la sequía y la falta de pastos. En Popayán, hacia principios del siglo XIX, las religiosas de la Orden de la Encarnación, dirigían sus rogativas a una estatuilla del Divino Salvador, “...que se sacaba en procesión para implorar al cielo cambio de tiempo en épocas de lluvia o de sequías muy prolongadas.” Pero según el comentario jocoso del Obispo de allí, “...sucede que cuando en la procesión se pide lluvia, empieza a calentar el sol y si se ruega porque venga el verano se desata tormenta de rayos y centellas”.[14] En el caso de la Villa de la Candelaria de Medellín, una serie de temblores de tierra y sus nefastas consecuencias, forzaron al cabildo en el año de 1730, a encomendar la localidad a San Francisco de Borja como patrono protector contra “temblores, borrascas y tempestades”; los cabildantes se comprometieron a celebrar su festividad anualmente cada 11 de octubre, según lo establecido por la Iglesia Católica. Igual que en otras situaciones de este tipo y según se decía en las actas capitulares, se trataba de buscar un “intercesor” que abogara ante Dios a favor del vecindario, pues el único remedio que consideraban para finalizar aquellos persistentes males era “aplacar la ira divina” que los castigaba por sus pecados.[15]

 

Reiteradamente se hace referencia en los documentos históricos a un Dios iracundo y vengativo, propio de la tradición judaíca, que origina el flajelo catastrófico o la enfermedad, como una forma de expiación de la culpa colectiva por la situación decadente o pecaminosa de la ciudad. Pero también, se hace presente un Dios piadoso que puede proveer el remedio y la misericordia si se acude a él con arrepentimiento y devoción.

 

Como lo ha señalado Renán Silva, el castigo divino era la forma de representación cultural y explicativa de las catástrofes. Y no sólo los religiosos vieron de esta manera los eventos catastróficos, sino también el resto de la sociedad colonial y republicana. Interpretación que tomaba fuerza con la precariedad de los medios a disposición para enfrentar el mal. Al respecto interesa señalar que frente a la epidemia de viruela de 1.782, el ilustrado Virrey Joseph de Ezpeleta explicaba que las alarmantes cifras de muertes registradas podían ser en parte el resultado del “horror que se le tiene en este Reino a las viruelas según lo he podido observar...”, miedo que le parecía derivarse de la ausencia de formas de prevención, control y tratamiento[16]. Las actitudes frente al mal estaban signadas, pues, por la disposición de recursos prácticos para enfrentarlo, pero también culturalmente por la noción de destino ligado a lo religioso, en estas sociedades tradicionales donde el mundo está como sacralizado.

 

La representación religiosa de las catástrofes se extendía a otros males no siempre “naturales”, según las alusiones de Caballero y Góngora, al señalar que “...el hambre, la guerra y la peste eran los tres grandes despertadores de que el Señor se valía para castigar el pecado y la ingratitud humana...” De allí, que de lo religioso se pudiera pasar al uso político de las catástrofes, al relacionar el mismo funcionario el ataque de la peste de 1.782 y su inusual gravedad, con la “impía sublevación” de los Comuneros del año anterior. En su pastoral señalaba cómo la deslealtad de los hombres ocasionaba la ira de Dios, prueba de ello era “aumentar el Señor vuestras plagas, haciéndolas grandes y duraderas, enfermedades pésimas y perpetuas...por haberse apresurado a atesorarse las iras de Dios...”[17]

 

Las referencias políticas de los desastres por parte de las élites, supone además que no siempre fueron interpretados de la misma manera por los diversos grupos sociales, incorporándose de manera diferente al imaginario colectivo. En medio de las Guerras de Independencia de España, también se presentaron este tipo de interpretaciones por parte de los “realistas”, buscando culpabilizar a los “patriotas” de los males de la guerra y, de esta manera, mermar su furor bélico.

 

Lo maravilloso y lo cotidiano.

Si bien los eventos catastróficos se prestaron a explicaciones sobrenaturales, no siempre fueron vistos como resultado de la ira de Dios, pues en el imaginario colectivo, “Satanás y sus huestes de hechiceros”, podían tener su parte como autores del mal. La antigua relación entre demonio, maleficio y brujería, como causante de desórdenes naturales provenía de Europa y a ella fueron permeables instituciones como la misma Iglesia Católica[18]. Parece que este tipo de creencias mágico religiosas se afincaron principalmente entre la población negra, a la cual se endilgaba más comúnmente la práctica de la brujería y la hechicería. Según las creencias de los esclavos africanos de la zona minera de Zaragoza durante el siglo XVII, el demonio tenía el poder de causar grandes daños, especialmente en los frutos de la tierra, ordenando a la langosta, destruir el maíz y a los brujos, a que “se pusiesen delante del sol y le estorbasen la claridad y así puestos en el aire obscurecían el sol al amanecer”.[19]

 

Como lo indica el documento anterior, fenómenos naturales excepcionales, pero además, eclipses, meteoros y cometas, podían ser interpretados como signo de los cielos, vaticinio de una catástrofe o de algún suceso inesperado que comprometía para bien o para mal el destino colectivo. Puede tratarse con ello de lo “maravilloso”, estudiado por Jacques Le Goff para la Edad Media? Estos eventos “maravillosos” parecen configurarse también de lo “extraño” y lo “sobrenatural”, teniendo entre sus funciones la capacidad de compensar y restar fuerza a la trivialidad y monotonía cotidiana de aquellas lentas y rutinarias sociedades campesinas agrarias.[20], Y dentro de lo “maravilloso político” de que hablara Le Goff, podrían situarse el nacimiento, muerte o matrimonio de los monarcas, o la temible llegada de la guerra, anunciada por eclipses o fenómenos celestes como el cometa que a finales del año de 1808 

 

“...se mostró en el cielo, produciendo emociones diversas que la ignorancia y la superstición pudieron explotar a su placer en el campo de los intereses. Sería éste celeste viajero el mismo que alumbró la cuna de Carlos V, que volvía ahora a anunciar a España la proximidad del ocaso del sol inmortal de aquel monarca?”[21]

 

Santos protectores mediadores.

Atributos y plástica individual.

 

“La ciencia puede advertirnos,

pero nada podrá protegernos.”

(Planeta Feroz. Discovery Channel).

 

“!Oh poderosísimo San Emigdio, ruega por los pecadores!

No permitas que muramos de sustos ni de temblores.

Que por tus piadosos ruegos nos viene de lo profundo

la esperanza que teníamos: no vivir más en el mundo”

(Rezadores y ayudados)

 

¿Qué valor de representación tenían los santos en la religiosidad popular, frente a estos eventos de la naturaleza? Como se ha observado hasta ahora lo religioso aparece íntimamente ligado al destino humano, en “situaciones-límite” donde se hacían evidentes la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, el orden y el desorden social y del cosmos. El santo entonces, hace las veces de “calmante higiénico” contra los temores y deseos de salvación. Como lo dijera Johan Huizinga, es un “seguro espiritual” frente a los temores naturales y sobrenaturales.[22] El despliegue por parte de los creyentes de estrategias mágicas, rituales y de culto, expresa un sentido de “religiosidad funcional”; esto es, una religión que se encuentra a su alcance para incidir en los asuntos más nimios de la vida cotidiana pero también en los más esporádicos, maravillosos y aterradores.

 

El historiador francés Michel Vovelle, ha llamado la atención sobre la figura del santo como instancia mediadora entre los hombres y Dios, a la cual la “religión popular” asocia las solidaridades humanas.[23] Sin embargo, el santo como mediador, amplía su abanico de significaciones en las mentalidades colectivas, y por los especiales poderes que se le atribuyen y sus efectos prácticos, llega a ocupar y usurpar el lugar de Dios al que representa, pues las funciones que se le adjudican pasan a tener un gran contenido mágico recursivo. Así, el santo es convertido por sus devotos en una especie de divinidad y en recurso del más allá, indispensable para la vida. [24]

 

Aquí, toma forma el uso del santo como recurso mágico-religioso, cuya funcionalidad frente al evento catastrófico se explica como es propio de las prácticas mágicas y según lo indican Caro Baroja y Malinovski, por el gran sentimiento de impotencia y frustración que experimentan los hombres frente a una realidad aplastante y amenazante. Realidad cuya resolución se debate dramáticamente entre las pretensiones voluntaristas y la incapacidad del hombre para resolver un asunto a su favor.[25] De manera colectiva o individual, el recurso a los santos supone la creencia en la eficacia de la acción simbólica; de una magia, que aunque circunscrita o aplicada a la religión, implica “obligar” a la divinidad para lograr de ella acciones determinadas.[26]

 

Con el fin de evitar una prolífica “religiosidad barroca” asociada a una especie de “politeísmo pragmático”, los eclesiásticos, por medio de sus oficios en la vida diaria y de las normativas de los Sínodos Diocesanos y sus Constituciones, velaron por el cumplimiento de la doctrina, que permitía tributar veneración a los santos, pero no adoración, que es la debida sólo a Dios, y trataron de controlar las expresiones pictóricas y de los imagineros. Al respecto, las autoridades Borbónicas a finales del siglo XVIII, buscaron con un sentido moderno, no de suprimir lo religioso, sino de depurarlo de ciertas contaminaciones, promoviendo las celebraciones religiosas locales sin la suntuosidad, bullicio, gasto y festividad acostumbrada desde antaño.

 

Provenientes de Europa, muchas devociones sobre las que será necesario investigar con mayor profundidad en los archivos municipales y parroquiales, reconocieron a distintos santos, atributos especiales para restablecer el comportamiento de la naturaleza o para escapar a sus inclemencias y a la enfermedad. A los santos se les adjudican a veces sofisticados atributos, derivados de su historia particular, manifiesta en una “personalidad plástica individual” a diferencia de los ángeles que carecen de personalidad, excepto los tres arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel. La figura del santo, tenía su carácter individual, gracias a su imagen fija y definida, que puede ser consultada ante una necesidad específica por parte del devoto. Como lo señala Serge Gruzinsky, al sugerir la importancia cultural de la imagen religiosa en la época colonial, imagen y santo están asociadas por doquier y no se comprende la una sin la otra: “por encima de la imagen lo que está en juego es el imaginario”, que implica la construcción de sentidos no reductibles a la dialéctica entre significante y significado.[27]

 

El santo está hecho para acercar el mundo de lo divino a lo humano. Con frecuencia los atributos y especialización del santo, responden a una parte legendaria de su historia personal. La protección de San Cristóbal fue invocada contra las inundaciones, principalmente. Su leyenda viene de su nombre y es muy conocida, Christoforus, el que lleva a Cristo. Es representado sumergido con los pies en el agua, mientras atraviesa el río, cargando al Niño Dios, con todo el peso del mundo, que lleva en sus manos. Su fiesta se celebra comúnmente el 25 de junio. Todavía en los años sesenta del siglo XX, los campesinos de San Cristóbal, un corregimiento localizado en las vertientes del nor-occidente del Valle de Aburrá, bajaban con el santo en peregrinación por las calles de la ciudad de Medellín. Como una muestra asombrosa de la “fe mágica”, en Hojas Anchas, Antioquia, era usual sumergir la imagen de Cristo en el río, a la altura del puente local, para evitar que inundara al pueblo.

 

San Sebastián tuvo gran fama desde Europa como protector contra las pestes. Fue invocado contra las epidemias desde el siglo VII, pero sólo después de 1348, con la Peste Negra que asoló a Europa, su culto adquirió un amplio desarrollo. Acá, es más clara una de las leyes de la acción mágica: lo semejante elimina lo semejante, para suscitar lo contrario: San Sebastián, acribillado a flechazos, alejaba a sus protegidos de la peste cuyo ataque se representaba como flechazos. De similar celebridad gozaba San Roque, de quien se cuenta que siendo un peregrino, al ejercer la caridad con los apestados, se contagió. Retirado a un monte, un perro le llevaba el alimento. Se lo representa con éste animal, con la llaga en la pierna, el ángel que lo curó y otros distintivos. Murió en el año de 1327 y su fiesta se celebra el 16 de agosto. Ante la calamitosa presencia de la fiebre amarilla en Cartagena, el Cabildo ordenó que se erigiera un templo en honor del santo en el barrio de Getsemní, cuya construcción se finalizó en 1674 y todavía se conserva restaurada.

 

Sobresale, que a pesar de la especialización de los santos en determinados favores, se les adjudiquen a varios de ellos iguales funciones protectoras o se extienda su poder a otros ámbitos. Es así como se esperaba protección simultánea de varios, contra los repetidos sismos que se produjeron en Santafé entre el 19 y 23 de noviembre de 1814, en medio de una “religiosidad barroca” atiborrada de santos, rogativas, novenarios, procesiones y la adoración de reliquias sagradas, desatada por el miedo y la angustia. Este fenómeno lo deja traslucir nuevamente un testigo excepcional del diario vivir en Santafé, José María Caballero:

 

“A 21 se comenzó una rogativa a San Francisco de Borja, por los señores canónigos de la Catedral. A 20 se sacó por la noche el Cristo crucificado de las nieves, que estaba en la veracruz, y lo pasaron en una muy lúcida procesión a la Tercera, y se comenzó una misión. El 22 se comenzó una rogativa a su Majestad, San Emigdio, San Nicolás y San Francisco de Borja, en la Candelaria. A 23 se comenzó otra rogativa en Santo Domingo, a San Emigdio y a Nuestra Señora de Guadalupe.

“A 24 se colocó el altar nuevo de Santa Bárbara, en Santo Domingo, y se sacaron en procesión los huesos de San Feliciano, con mucha suntuosidad y grandeza, y los colocaron en el mismo altar de Santa Bárbara, y al otro día se comenzó la novena de dicha santa.”[28]

 

Como puede apreciarse por el texto anterior, cuyas devociones referidas parecen más propias del centro oriente de la Nueva Granada, Santa Bárbara, gozaba y aún hoy de gran popularidad entre muchos colombianos. De acuerdo con la historia más tradicional de la santa, se le adjudicaba poder para apaciguar, poner fin y proteger de las tormentas, pero su poder en la “religiosidad popular” se extendía también contra las sequías, según lo indicaba John Potter Hamilton, hacia 1825. En su memoria de viaje dice, que después de ausentarse por un año de la capital:

 

“Supimos que durante nuestra ausencia casi no había llovido en Bogotá, y al finalizar enero, vimos desfilar la gran procesión de Santa Bárbara, pidiendo su intercesión para conseguir la lluvia que tanta falta hacía. Más, al parecer, la santa era dura de corazón e inconmovible a las súplicas, pues durante todo este tiempo no cayó una sola gota de agua. Santa Bárbara es la santa que imploran los colombianos para alejar terremotos, pestes, hambres, etc...”[29]

 

Era usual que comerciantes, arrieros y toda clase de trabajadores itinerantes, llevaran como un talismán o reliquia a Santa Bárbara y a otros santos en pequeñas imágenes portátiles, como protección contra las inclemencias del tiempo, los accidentes y la picadura de alguna víbora en medio del desamparo y soledad de los caminos y bosques por los que deambulaban.

 

Al igual que Santa Bárbara, San Isidro Labrador, patrono de los agricultores, cuyo oficio personifica, cuenta todavía hoy con gran aprecio entre los campesinos y como protector de cosechas y cultivos[30]. Por encima de las santas y santos más célebres, es necesario reconocer en la Virgen María la intercesora de mayor rango ante Dios, según la doctrina católica. De sus advocaciones sólo referiré algunas de las más llamativas en la Nueva Granada.[31]

 

Desde tiempos coloniales la Virgen de Chiquinquirá, hoy de alcance nacional como la de El Carmen, despierta gran devoción popular en Colombia. La primera como protectora contra pestes en la capital de la República. La segunda, principalmente en Cartagena y en todo Bolívar, desde la colonia, pero especialmente desde 1858, cuando el Obispo de la ciudad reactivó su culto. La Virgen del Carmen es la patrona de los lancheros y como la del Buen Viaje, inspira el fervor de los conductores, y también de marineros y pescadores contra inundaciones, tormentas y encalladuras.

 

De similar estatuto gozaron la Virgen de los Dolores, abogada contra pestes y catástrofes y Nuestra Señora de la Salud. El culto de ésta data de 1757, cuando su pintura fue encargada como réplica de Nuestra Señora de las Angustias de Granada, España, por un pudiente devoto que antes de morir la donó a la Parroquia de Bojacá. Igual devoción se halla hacia ésta virgen en Chocontá desde finales del siglo XVIII y en Jericó, Antioquia, como abogada contra las enfermedades.

 

Prolíficas, las advocaciones a la Virgen derivan hacia tantas funciones protectoras y atributos asistenciales, cuantas apropiaciones culturales locales o regionales existan. En Ancuyó, Nariño, Nuestra Señora de la Visitación, cuyo culto viene del siglo XVI, goza de mucha acogida entre los campesinos y es invocada cuando nacen los niños y contra las enfermedades. Posteriormente, como protectora de los cultivos y cosechas, es sacada en procesión en tiempos de sequía a la manera de una divinidad agrícola. Este atributo data de principios del siglo XX, cuando se le sumó la capacidad de exterminar plagas, por lo cual en su manto prende desde entonces una langosta de oro, resultado del favor que hiciera a uno de sus devotos. Se cuenta que al invocársela, aparecían bandadas de aves y pájaros para exterminar y comerse a los insectos.

 

Parece ser común en Tocaima y Cundinamarca, el que se erijan efigies de la Virgen frente a las casas, más como un gran amuleto, pues se pretende que proteja a sus habitantes, que para el culto. Por su parte con Nuestra Señora de los Remedios, se observa la funcionalidad religiosa que adquiere en una zona de frontera de tradición ilegal, pues desde 1852 es tenida en la Guajira como protectora contra desastres, piratas y guerras.

 

Para finalizar con lo expuesto y vislumbrar futuros avances en éste campo de investigación, sería necesario explotar mejor la producción pictórica y escultórica de los exvotos, y la propagación cultural y local de las diversas advocaciones, en relación con el estatuto social de las imágenes como imaginarios. La historia del arte colonial y republicano, la de los gremios de artesanos (pintores, doradores, escultores) así como el examen de documentación testamental y de la literatura regional por sólo mencionar algunas, indican la gran profusión que alcanzaba el consumo de imágenes santorales en las localidades de la Nueva Granada, ya fuera para los espacios domésticos o públicos, por medio de novenas, cuadros, murales, ilustraciones, escapularios, medallas, estampas, y más tarde por medio de reproducciones fotográficas, de uso diario y personal.[32]

 

Es común encontrar en las mortuorias o testamentos coloniales la presencia de imágenes de bulto y pinturas de santos entre las pertenencias personales y domésticas, lo cual muestra la gran profusión que alcanzaba el fervor religioso a los santos entre la población. Como lo ha mostrado el investigador Santiago Londoño para el caso antioqueño, una mayor necesidad de visualizar lo divino hacia mediados del siglo XVIII, se conjugó y encontró sustento en el mejoramiento económico de la provincia con la consiguiente mejora en la capacidad para consumir y solicitar imágenes por parte de los nuevos grupos de población en crecimiento.[33] Lo cual supuso además el desarrollo de un grupo artesanal regional, dedicado a la producción artística religiosa, para complementar la demanda de imágenes provenientes de Santafé y Quito, principales centros proveedores de ellas en Nueva Granada. Este proceso fue de tal dinamismo en Antioquia, según el mismo autor, que: “Más de la mitad de las obras del siglo XVIII hasta ahora identificadas en Santafé de Antioquia y Medellín, se refieren a los santos. Los otros temas por supuesto vírgenes, episodios de la historia sagrada, evangelistas, escenas de la pasión, misterios religiosos y algunos exvotos y retratos”.[34]

 

En múltiples formas religiosas y estéticas de apropiación local del culto, los santos protectores, permitieron a las poblaciones un recurso mágico-religioso para enfrentar y conferirle sentido a las duras condiciones de la vida en el campo, poniendo a su disposición los recursos de lo divino, para mediar y neutralizar la enfermedad así como una naturaleza que podía tornarse incontrolable y amenazante sobre lo humano.

 

BIBLIOGRAFIA

Además de los textos referidos, se citan los siguientes:

 

-BENNASSAR, Bartolomé., Les catastrophes naturelles dans l’Europe médiévale et moderne. Actes des Xves jounées Internationales d’Histoire de l’Abayye de Flaran 10, 11 et 12 septembre 1993. Mirail. Presses Universitaires du Université de Toulouse-Le Mirail, 1996.

 

-BERRY, Ana M., Leyendas de las vidas de los santos. Buenos Aires, Biblioteca Argentina de Arte Religioso, Poseidón, 1942.

 

-D´ESPAGNAT, Pierre., Recuerdos de la Nueva Granada. Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1942.

 

-CUNIL GRAU, Pedro., “La Geohistoria”, en: CARMAGNANI, Marcello, et. al. (coordinadores). Para una historia de América I. Las estructuras. México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica. 1999, págs. 47-48.

 

-DELUMEAU, Jean., El miedo en Occidente. España, Taurus, 1989.

 

-GIL TOVAR, Francisco., “La imaginería de los siglos XVII y XVIII”, en: Historia del Arte Colombiano. Bogotá, Salvat Editores S.A., tomo 5, 1977.

 

-GIL TOVAR, Francisco., “Las artes plásticas durante el período colonial”, en: Manual de Historia de Colombia, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, tomo I, 1978.

 

-GOSSELMAN, Carlos A., Viaje por Colombia. 1824-1825. Bogotá, Banco de la República, 1981.

 

-JURADO JURADO, Juan Carlos., Vagos, pobres y mendigos. Control social en Antioquia. 1750-1850. Trabajo de Grado presentado como requisito parcial para optar el título de Historiador. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas. Medellín, 1992.

 

-MEJIA, Sebastián., “Noche de Bodas”, en: NARANJO, Jorge Alberto (compilador). Antología del temprano relato antioqueño. Medellín, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, Colección de Autores Antioqueños, vol. 99, 1.995.

 

-MELO, Jorge Orlando (editor), Historia de Medellín. Medellín, Compañía Suramericana de Seguros, 1997.

 

-MELO, Jorge Orlando (editor), Historia de Antioquia. Medellín, Compañía Suramericana de Seguros, 1988.

 

-OCAMPO LOPEZ, Javier., Las fiestas y el folklor en Colombia. Bogotá, El Ancora Editores, 1995.

 

-OCAMPO LÓPEZ, Javier., Supersticiones y agüeros colombianos. Santafé de Bogotá, Ancora Editores, 1998.

 

-OCHOA, Lisandro., Cosas viejas de la Villa de la Candelaria. Medellín, Colección de Autores Antioqueños. Prólogo de Roberto Luis Jaramillo. Editorial Gráfica Ltda., 1984.

 

-PARSONS, James., “El medio ambiente de los Andes del norte”, en: MOLANO, Joaquín (editor). Las regiones tropicales americanas: visión geográfica de James Parsons. Santafé de Bogotá, Fondo FEN Colombia, 1992, págs. 165-168.

 

-RAMIREZ, Jesús Emilio., Historia de los terremotos en Colombia. Bogotá, Editorial Agra, Instituto Geográfico Agustín Codazzi, Oficina de Estudios Geográficos, 1969.

 

-ROBLEDO, Emilio., Bosquejo biográfico del Señor Oidor Juan Antonio Mon y Velarde, Visitador de la provincia de Antioquia, 1785-1788. Bogotá, Banco de la República, 1954.

 

-ROIG, Juan Fernando., Iconografía de los santos. Barcelona, Ediciones Omega, 1950.

 

-ROTHLISBERGER, Ernstt., El Dorado. Estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana. Santafé de Bogotá, Biblioteca V centenario, Colcultura, Banco de la República, 1993.

 

-SAINT-LU, André., “Movimientos sísmicos, perturbaciones psíquicas y alborotos socio-políticos en Santiago de Guatemala”, en: Revista de Indias, Madrid, vol. XLII, núm. 169-170, jul.-dic. de 1982.

 

-SILGADO, Enrique F., “Terremotos destructivos en América del Sur. 1.530-1.894”, en: CERESIS. Centro Regional de Sismología para América del Sur. Programa para la mitigación de los efectos de los terremotos en la región andina. (Proyecto SISRA), vol. 10. Perú, 1.985.

 



[1] Historiador. Magister en Historia. Universidad Nacional de Colombia. Sede Medellín. Investigador de la Fundación Universitaria Luis Amigó. Integrante del grupo de investigación “Religión, Cultura y Sociedad”, conformado por investigadores y docentes de la Universidad de Antioquia, Nacional de Colombia Sede Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana y Fundación Universitaria Luis Amigó.

[2] REVEL, Jacques y PETER, Jean-Pierre., “El hombre enfermo y su historia”, en: LE-GOFF, Jacques y NORA, Pierre (directores). Hacer la historia. Vol. III, Nuevos Temas. Barcelona, Editorial Laia, 1980, págs., 176-177.

[3] SILVA, Renán., Las epidemias de la viruela de 1782 y 1802 en la Nueva Granada. Cali, Universidad del Valle, 1992. En esta obra se acuña el concepto de “catástrofe epidémica”, véase pág. 1. En la correspondencia de Enriqueta Vásquez de Ospina con sus familiares en Guatemala y Bogotá y en especial con su esposo Mariano Ospina Rodríguez durante gran parte del siglo XIX, ella informaba de manera contínua y casi telegráfica sobre la sucesión de distintas “pestes”, en Nueva Granada: “peste de viruela” en 1841, “peste en la Costa” por 1843, “peste en Mompós” por 1856, “peste de tifo y de fiebre amarilla” de 1856. Sobre esta última comentaba: “Dicen que en Ambalema sigue haciendo estragos la fiebre amarilla, no he sabido que haya muerto otra persona que Zamarra a quien he sentido mucho”; “peste de fiebre de humor negro” de 1857, “peste de disentaría” de 1865, ”peste de tosferina” de 1870, “peste de viruela” de 1870 en Cali, Chocó, Cartago y “otros puntos del Cauca”; y diferentes “pestes” de Langosta, como la de 1879. Archivo Mariano Ospina Rodríguez. Colección de Fuente Primarias. Fundación Antioqueña para los Estudios Sociales-FAES.

[4] RESTREPO EUSSE, Alvaro., Historia de Antioquia (Departamento de Colombia) Desde la Conquista hasta año de 1900. Medellín, Imprenta Oficial, 1903, pág. 99.

[5] Archivo de la Casa de la Convención de Rionegro. (A.C.C.R). Fondo Judicial, Sección I, año 1815, Vol. 543, fol. 89.

[6] ARIÉS, Philippe., El hombre ante la muerte. Barcelona, Paidós, 1987. Como un “arcaísmo” religioso, todavía hoy es común encontrar en las novenas de santos la oración que refiere el temor a una muerte repentina. En la Novena a Santa Bárbara, la Conclusión de la oración para todos los días, dice: Líbranos en esta vida/Oh prodigiosa doncella/de muerte desprevenida/del rayo y la centella. Concédenos que al morir/logremos los sacramentos/y que gocemos después/de los eternos contentos.

[7] CABALLERO, José María., Diario de la Patria Boba. Bogotá, Editorial Incunables, 1986, págs. 165-166.

[8] REGUILLO, Rosana., “Los laberintos del miedo. Un recorrido por el fin de siglo”, en: Revista Estudios Sociales, núm. 5, enero de 2000, Facultad de Ciencias Sociales, Uniandes/Fundación Social, págs. 63-65.

[9] Novisisma Recopilación de las Leyes de España. Mandadas formar por el Sr. Don Carlos IV, impreso en Madrid, año 1805. Véase tomo I, libro primero, título primero, ley XX.

[10] DE LARA RÓDENAS, Manuel José., “Religión barroca y coyuntura. Rogativas públicas en la Huelva del siglo XVII”. Copia mecanografiada que amablemente me proporcionó el autor.

 

[11] Archivo Histórico de Medellín. (A.H.M.) Actas del Cabildo. La cifra de 13 rogativas durante más de un siglo, me parece subestimada, dado que son sólo las oficialmente solicitadas, pero no necesariamente las que se realizaron. El clero local parecía ser más autónomo de lo que revelan las normativas, de modo que la iniciativa de su realización no siempre correspondió a los cabildos.

[12] Para el caso de la Villa de Huelva, España, el profesor De Lara Ródenas encontró que el 50% de las 17 rogativas que se presentaron durante el siglo XVII, eran por “buenos temporales” para que se “remediara la sequía”. Para la Barcelona del siglo XVIII, se conoce que el 52% de las rogativas tenían iguales motivaciones. Véase, RÓDENAS, Op. Cit.

[13] RESTREPO, Jorge., Retrato de un Patriarca Antioqueño. Pedro Antonio Restrepo Escovar. 1815-1899. Santafé de Bogotá, Banco de la República, 1992, pág. 329.

[14] Son testimonios de John Potter Hamilton hacia 1824, en su viaje a la Nueva Granada como primer agregado diplomático de Inglaterra en el país. Viajes por el interior de las provincias de Colombia. Biblioteca V Centenario, Colcultura. Viajeros por Colombia. Santafé de Bogotá, Editorial Presencia, 1993, págs. 179-180 y 267.

[15] A.H.M., Actas del Cabildo, t. 6, legajo 2, f. 263. Según las Actas del Cabildo la fiesta de San Francisco de Borja se celebró con regularidad, por lo menos durante el siglo XVIII, así como la de la Virgen de la Candelaria, a pesar de que los santos patronos de la Villa eran inicialmente San José y San Juan. Debe destacarse el papel de los santos patronos de las localidades, como elementos de cohesión y de identidad cultural local.

[16] SILVA, Renán., Op. Cit., págs. 21-23 y 27. También sugiere Renán Silva la necesidad de explorar otras formas explicativas de las catástrofes por parte de las élites ilustradas, sustentadas en las ciencias naturales y experimentales, para ver las relaciones que se establecieron entre éstas y las explicaciones de orden mágico religioso. También habría que investigar mejor la crítica de algunos ilustrados a las formas explicativas mágico-religiosas, adjudicadas a la “plebe”, pero compartidas por “hombres cultos” de la época, como se ha sugerido.

[17] AGUILERA PEÑA, Mario., Los Comuneros: guerra social y lucha anticolonial. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1985, pág. 208.

[18] BORJA GOMEZ, Jaime Humberto., Rostros y rastros del demonio en la Nueva Granada. Indios, negros, judíos, mujeres y otras huestes de Satanás. Santafé de Bogotá, Ariel Historia, 1.998, pág. 131. Pueden encontrarse algunos testimonios al respecto en las págs. 186, 205, 206 y 213.

1[9] NAVARRETE, María Cristina., Prácticas religiosas de los negros en la colonia. Cartagena siglo XVII. Cali, Universidad del Valle, 1.995, pág. 103.

[20] LE GOFF, Jacques., Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval. Barcelona, Gedisa, 1996, pág. 12.

[21] Otro cuadro de éstos eventos “maravillosos”, sucedido en la parroquia de Fómeque en 1743, lo retoma José María Caballero de la narración de un Fraile: “Desde el día 1º de noviembre, día viernes, se eclipsó la luna por espacio de tres horas, más o menos, en este pueblo; se hicieron rogativas y procesiones y se expuso su Majestad descubierto un día entero. A los 18 de noviembre, porque se esperaba otro eclipse de sol, fueron muchas las calamidades, pero creó se cogió mucho fruto para Dios, pues se volvió cuaresma en haberse confesado toda la gente y comulgado, y asistido frecuentemente a la misa y otras funciones religiosas (...) Sea Dios bendito para siempre, que por éstos medios busca las almas, apartándolas de los peligros y trayéndolas a su santo servicio”, Op, Cit., pág. 27.

[22] HUIZINGA, Johan., El otoño de la Edad Media. Barcelona, Siglo XXI, 1984

[23] VOVELLE, Michel., Ideologías y mentalidades. Barcelona, Editorial Ariel, 1985, pág. 152.

[24] ARBOLEDA, Carlos., El politeísmo católico. Las novenas como expresión de una mentalidad religiosa. Colombia, Siglos XIX-XX. Tesis de grado. Maestría de Historia. Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Facultad de Ciencias Humanas. Medellín, 1995.

[25] SANCHEZ LORA., José Luis. “Claves mágicas de la religiosidad barroca”, en: ALVAREZ SANTALÓ, et. al (coordinadores). La religiosidad popular. Tomo II. Vida y muerte: la imaginación religiosa. Barcelona, Anthropos, 1989, pág. 132. SKORUPSKI, John. Símbolo y teoría. Premio Editora, 1985. Véase especialmente el capítulo IX, Teorías de la magia.

[26] No sólo se acudía a los santos como protección o escapatoria a la muerte. Proveniente de Europa, una antigua creencia dictaba que las “campanas consagradas”, protegían de la tempestad o la peste. El caso de una “campana no consagrada” se le presentó al Obispo de Popayán en 1617, por lo cual las gentes “...han dado en hacer reliquia de ella con tan gran exceso que han puesto en ella toda fe, diciendo que en tocándola están libres de rayos y tempestades...y ha crecido tanto la veneración en este asunto que es fuerza remediarlo”. PIEDRAHITA, Javier., Historia eclesiástica de Antioquia. (Colonia e Independencia). 1545-1828. Documentos y Estudios. Medellín, Editorial Granamérica, 1973, págs. 73-74. La conmoción de la atmósfera producida por el estruendo de las campanas, así como por el cañón, eran recursos contra la peste, para ventilar el aire y su amenaza pútrida. QUEVEDO, Emilio., “Los tiempos del cólera. Orígenes y llegada de la peste a Colombia”, en: Credencial Historia, edición 29, mayo de 1.992, pág. 29.

[27] GRUZINSKY, Serge., La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a Blade Runner (1492-2019). México, Fondo de Cultura Económica, 1994, págs. 184, 188-189. Sobre el gran poder y presencia de la imagen en las ritualidades católicas, vale la pena sugerir con Regis Debray, que al traducir ideas abstractas o doctrinas en datos sensibles, la imagen plasma el principio dinámico en movilización social. “La imagen es más contagiosa, más virulenta que el escrito. Pero más allá de sus reconocidas virtudes en la propagación de las sacralidades, que en última instancia sólo harían de ella un expediente recreativo, nemotécnico y didáctico, la imagen tiene el don capital de unir a la comunidad creyente. Por la identificación -recuérdese las rogativas públicas- de los miembros con la imagen central del grupo. No hay masas organizadas sin soportes visuales de adhesión. De allí que la imagen ronde las fronteras de lo político”. DEBRAY, Regis., Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona, Paidós, 1992, págs. 99-80.

[28] Op. Cit., págs. 166-167. A San Jerónimo también se le atribuyó en muchas zonas de Suramérica la capacidad de aplacar temblores.

[29] POTTER HAMILTON, John., Op. Cit., pág. 358.

[30] Labradores y campesinos invocaban a San Isidro para celebrar la abundancia de la tierra que prodiga la vida con los alimentos. Unas emotivas celebraciones en tiempos de cosechas y para iniciar los mercados agrícolas, presenció Manuel Ancízar en la población de Charalá hacia 1850. Esta festividad como la de la “Cruz de Mayo”, que todavía se celebra con vivacidad en los campos colombianos el tres de mayo, hacen pensar en los arcaicos “ritos agrarios” y “cultos de fertilidad”, que ha identificado el historiador de las religiones, Mircea Eliade, en las sociedades occidentales y que expresan el mito de la regeneración del cosmos y del mejoramiento del bienestar colectivo, ligado a la primavera. ANCIZAR, Manuel., Peregrinación de Alpha. Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Vol. II, editorial ABC, 1942, págs. 213-216. ELIADE, Mircea., Tratado de historia de las religiones. México, Biblioteca Era, Ensayo, 1972.

[31] Para las referencias que siguen sobre las advocaciones marianas, me baso en el exhaustivo trabajo gráfico y documental de Alfred Wild Toro y Diego Amaral., Fe y aventura en Colombia. La Virgen. Santafé de Bogotá, EAW Ediciones Alfred Wild y Zona Editores, 1997.

[32] Los más recientes trabajos regionales conocidos por el autor en este campo, son el de LONDOÑO, Santiago., Historia de la pintura y del grabado en Antioquia. Medellín, Universidad de Antioquia, 1995; y los de VIVES, Gustavo., Inventario del patrimonio cultural de Antioquia II. Medellín, Coleccionables de Santafé de Antioquia, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, 1988; Presencia del arte quiteño en Antioquia. Pintura y escultura. Siglos XVII y XIX. Medellín, Fondo Editorial Universidad EAFIT, 1998.

[33] LONDOÑO, Santiago., Op. Cit., pág. 18.

[34] Ibid., pág. 18, nota 32.

 

Arriba