XI
Congreso de Historia de Colombia
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PONENCIAS (texto
completo)
Desastres naturales,
rogativas públicas y santos protectores en la Nueva Granada. Siglos XVIII y
XIX Juan
Carlos Jurado Jurado
“Es
dogma de fe católica que Dios produce todas las causas y efectos; y siendo
efectos naturales los terremotos, truenos y tempestades, concurre Dios a su
producción, como a otro cualquier efecto natural.” (Cevallos. Censura de
las Cartas de Feijoo sobre terremotos).
¿Cómo
eran enfrentados los desastres naturales, en los siglos XVIII y XIX, cuando no
existían los mecanismos institucionales que hoy conocemos bajo el moderno
concepto de la prevención de desastres, con todo su sistema de ayudas
tecnológicas, médicas e institucionales? Los desastres se asemejan a las
enfermedades, al ser un elemento de desorganización social y un factor
de temido desarreglo para la vida cotidiana, por lo que permiten hacer
visibles las articulaciones internas de una sociedad y las tensiones que la
atraviesan. Son un punto privilegiado para percibir el significado de
mecanismos administrativos y prácticas religiosas en torno a fenómenos que
vulneran una comunidad, así como la imagen que una sociedad tiene de sí
misma.[2]
A
pesar de que los archivos coloniales y republicanos poseen información
dispersa sobre el tema, es posible identificar la manera como se sucedían con
recurrencia fuertes temporadas de invierno que obstaculizaban el comercio y la
movilización de personas y mercancías. Los documentos históricos también
permiten conocer, la ocurrencia de tempestades, granizadas, inundaciones,
largas temporadas de sequía, vendavales, erupciones volcánicas, terremotos y
deslizamientos de tierra y lodo, que podían arrasar cultivos, animales del
campo y poblaciones enteras. Al hecho de que sucedieran estos eventos,
contribuían las acciones humanas de intervención sobre los paisajes
naturales.
Extendiendo
el concepto de las catástrofes a otra serie de eventualidades no “geográficas”,
pueden sumárseles las plagas de langosta u otros insectos, que trastocaban la
vida local al arrasar extensos cultivos dejando sumidos en el hambre a grupos
de población. También, las catástrofes epidémicas, podían tener
efectos devastadores en aquella época, siendo las más comunes las de sarampión,
viruela, fiebre amarilla y cólera, designadas con el nombre genérico de
“pestes”.[3]
La
precariedad de las construcciones y del mundo urbano colonial para contener y
domeñar los desbordantes flujos de agua de quebradas y ríos en los
inviernos; la falta de eficientes tecnologías de construcción antisísmica;
la inexistencia y desconocimiento de modernas técnicas para el cultivo y la
conservación de alimentos a gran escala durante largas temporadas de escasez
causadas por el invierno, la sequía o las plagas; y la falta de ayudas
preventivas y médicas eficientes para combatir las plagas y el contagio de
enfermedades, tuvieron efectos devastadores sobre la población y sobre sus
recursos para la sobrevivencia. Esta precariedad de medios para enfrentar los
desastrosos efectos de la naturaleza y la enfermedad, está íntimamente
relacionada con la forma como se recurría a un “utillage” religioso y mágico
para sobrellevar la calamidad.
La
familiaridad con una naturaleza amenazante e incontrolable en los siglos XVIII
y XIX, pudo suscitar en la población, mayoritariamente campesina en la Nueva
Granada, un sentimiento de fatalismo resignado, más visible en los
angustiosos momentos del desastre, cuando “la vida estaba a merced de la
muerte” y no había “nada que hacer” frente a las calamidades. Muchas de
éstas podían suscitar o transformarse en “crisis de sobrevivencia”, como
la que al parecer se presentó en Antioquia a principios del siglo XIX, según
lo sugiere el historiador Alvaro Restrepo Eusse:
Frente
a estos acontecimientos fueron comunes los Autos de los Cabildos, “para que
no se extraigan los maíces de la jurisdicción en tiempos calamitosos”, lo
cual suponía un control más estricto sobre el comercio de los escasos víveres
y de este modo, evitar alzas exageradas en sus precios. Las autoridades también
trataron de estimular la agricultura, la entrega de limosnas para los más
pobres, y velaron con mayor celo el orden público y la mendicidad,
confiriendo permisos especiales para ejercerla. La efectividad de tales
medidas fue limitada, debido a su precipitud y a la deficiencia de recursos
para aplicarlas con duración.[5]
De
la ira y los castigos divinos. Las rogativas públicas.
“Señor,
tu eres también el Dios de amor en la tempestad, y el Dios de bondad en la
tormenta”. (Oración durante la Tormenta. (Ejercicio del Amor Divino).
En
las situaciones catastróficas los campesinos se sentían a merced de la
naturaleza. En medio de ellas se generaban tensiones y pánico colectivo, en
medio de los cuales la religión ofrecía respuestas sobre el origen
sobrenatural de los males que afectaban a la comunidad y salidas para atenuar
o escapar a sus efectos. Aquí, la religión respondía a la profunda
necesidad de nombrar los miedos. Y era que resultaba una experiencia terrorífica
en esta sociedad católica, morir repentinamente sin los auxilios
sacramentales en medio de la catástrofe, arriesgándose a “perder el alma
para la eternidad”. El historiador de las mentalidades Philippe Ariés ha
mostrado como en las sociedades occidentales tradicionales, la muerte
repentina era indeseable y traumática para las personas, pues se valoraba
sobremanera un “bien morir”, con el tiempo suficiente para recibir los
sacramentos, testar, despedirse de los allegados y familiares, y vivenciar la
muerte misma en el lecho propio en un acto de sentido fervor religioso,
contricción y espera.[6]
En
medio de la catástrofe, era entonces cuando los sentimientos de precariedad
de la vida material y de impotencia frente a la naturaleza se experimentaban
con más fuerza. Se acudía entonces con afán a los poderes de la “Divina
Magestad” por medio de rogativas, romerías o novenarios, dada la
inoperancia de los remedios humanos o al mismo tiempo que se recurría a éstos.
Escenas
colectivas de terror y pánico, un tanto graciosas y pintorescas, donde se
desencadenaban verdaderas oleadas de fervor religioso en medio del desorden
general, componen las descripciones que se conservan sobre los desastres
naturales. José María Caballero narra de manera jocosa lo sucedido en medio
de un temblor de tierra del 18 de noviembre de 1814, en Santafé:
“En
esta misma noche tembló como a las diez y media, pero como a las once y
cuarto fue más grande, por cuya causa se asustó y alborotó toda la gente,
en términos que no quedó uno acostado; todos salieron a las calles y
amanecieron en las puertas de las casas y tiendas y en las plazas, rezando a
gritos por todas partes. La comunidad de San Francisco dio vueltas por la
plazuela, cantando letanías, de suerte que en medio del susto daba gusto ver
a todas las gentes por todas partes, porque unos rezaban el rosario, otros el
trisagio, otros las letanías de la Virgen, otros las de los santos, unos
cantaban el Santo Dios, otros la Divina Pastora, unos gritaban el Ave María,
otros el Dulce Nombre de Jesús, unos lloraban, otros cantaban, otros
gritaban, otros pedían misericordia y confesión a gritos. En particular, las
de mayor alboroto eran las mujeres. Yo me reía a ratos de ver tanto
movimiento, sin sino, como locos, pues ninguno sabía lo que hacía; y aun en
aquellas personas doctas y de mayor civilización. ¡Válgame Dios, lo que es
un susto repentino, y más si viene por la mano del Altísimo!”[7]
Aquí,
es importante señalar que el miedo como “respuesta al riesgo”, no se
agota en ella y se constituye en una experiencia social, construida cultural e
históricamente. De acuerdo con esto y como se señalará más adelante, el
poder de lo religioso permite contrarrestar la fragilidad de los cuerpos
frente a la enfermedad o la del cuerpo social frente a las impredecibles
fuerzas de la naturaleza, a diferencia de lo que acontece en las sociedades
contemporáneas donde las ciencias y el aparato jurídico del Estado cumplen
estas funciones.[8]
Además
de las respuestas religiosas más inmediatas e instintivas frente a la catástrofe
y de las medidas de carácter práctico para neutralizar sus devastadores
efectos, sobresale que estuviera estipulado como norma de acción de los
cabildos, decretar y organizar rogativas públicas en concierto con las
autoridades eclesiásticas. Las rogativas eran una práctica religiosa, cuyos
orígenes se remontan a España, según se las reglamentaba en la Novísima
Recopilación de Leyes.[9]
Se dictaminaba que el Cabildo debía acordar las rogativas con el Vicario,
acordando el día y convocatoria entre los vecinos, “haciendo que todos
concurran a pedir el socorro de la Magestad Divina”.
Para
el historiador Manuel José de Lara Ródenas, éstas eran manifestaciones
socio-religiosas, nacidas de las angustias, expectativas y frustraciones de
las viejas sociedades agrarias al calor de su incapacidad para dominar el
medio. Son parte del desbordante espectáculo de la religiosidad barroca,
convocadas por tres tipos de motivaciones: para enfrentar los envates de la
meteorología, la epidemia o la guerra.[10]
Como
lo he sugerido antes, a los cabildos correspondía la iniciativa de convocar
las rogativas. De allí que sus costos se pagaran de sus Propios y Rentas,
cuando no se sustentaban con las limosnas del vecindario. Por lo general la
rogativa adquiría configuración completa, un novenario de misas cantadas con
procesión general el último día, aunque podía bastar la procesión sola.
Para el caso de la Villa de Medellín, de la que he explorado parcialmente las
Actas del Cabildo, se registran lacónicas peticiones, mandatos para
celebrarlas y sus respectivas motivaciones. Como ejemplo, puede citarse la
solicitud
del Cabildo de la Villa de Medellín, del 2 de junio de 1817, donde se
ordenaba hacer rogativa a la Virgen Patrona por la sequía y las “pestes”
que se presentaban en aquella época de verano:
“...siendo
graves los prejuicios que resultan a los frutos por la seca que se advierte e
igualmente la peste que amenaza una gran devastación y ruina del vecindario,
por tanto pide se haga una rogativa a Nra. Patrona de la Virgen de la
Candelaria...” Pedido que fue aprobado para el sábado 7 de junio y “al
efecto pedir la limosna que se acostumbra”.
Si
se atiende a las tradiciones hispánicas en esta materia, puede decirse que
las rogativas se realizaban con el concurso de la vecindad en una de las
parroquias de la población; el último día de los nueve que solía ser
domingo, todos los estamentos sociales salían en procesión y en desfile
general, con las cofradías llevando sus estandartes y las órdenes religiosas
liderando el fervor público. Se acordaba más comúnmente el novenario a los
santos patronos de las localidades y el último día se sacaban sus imágenes
en procesión hasta una de las parroquias donde se decía la última misa,
luego de lo cual se las retornaba a su lugar originario, generalmente la
iglesia mayor.
Con
las rogativas se desplegaba todo un gobierno de las conductas y sentimientos
religiosos, pues las autoridades extendían su poder a la intimidad del fervor
religioso, exigiendo “contricción y arrepentimiento” o la “devoción y
solemnidad que es justicia”, para lo cual se demandaba que nadie faltara sin
haber confesado y comulgado, y que “todo se haga con la mayor devoción que
se pueda”, con la advertencia de ser castigados los ausentes.
Indagando
por los fenómenos de psicología colectiva que revelan los eventos
catastróficos, De Lara Ródenas sugiere sobre las rogativas públicas, que al
tener la fuerza del colectivo, facilitan la cohesión del cuerpo social y
catalizan sus temores y angustias frente a ellos.
“En
el fondo, hiciera o no la merced, la rogativa pública había ido más allá,
del ruego coyuntural. Su propia naturaleza formalizada, el carácter masivo y
globalizador de unas manifestaciones sociales y religiosas que premian lo
institucional sobre lo instintivo, nos apuntan a la consideración de la
rogativa como un instrumento efectivo de cohesión. Independiente del temblor
religioso e íntimo que anima al conjunto, en el que es difícil que un
historiador pueda penetrar, independientemente del funcionamiento de la
rogativa como tubo de escape de evidentes malestares, no cabe duda de que el
poder barroco es consciente de la desmedida fuerza de unión social que llevan
en sí los problemas compartidos, y que la convergencia de clases y estamentos
en un mismo gesto común dota al cuerpo resultante de un carácter orgánico
fácilmente gobernable”.
Así,
éstas celebraciones litúrgicas articulaban la veneración a los santos con
la sociabilidad comunitaria. Al vincular a todas las clases sociales bajo el
apelativo genérico del “vecindario”, las rogativas con formas rituales
como la procesión, suponen efectivos procedimientos en la política de
gobierno de la colectividad. La Iglesia y las élites locales, propiciaban con
estos actos de temor y devoción religiosa un “elemento de cierre espacial
comunitario para reforzar el sentido de identidad local” en una simbiosis
santos/divinidad-población, ya con ocasión del día de la festividad del
patrono local o en medio de las calamitosas circunstancias del desastre.
De
la revisión que he realizado de las Actas del Cabildo de Medellín, para los
142 años que van de la fundación de la Villa en 1.675 hasta el año de
1.717, año hasta el cual existen índices que facilitan su consulta, he
registrado 13 solicitudes oficiales de rogativas y acción de gracias por
parte de los cabildantes. Casi todas están dirigidas a la Virgen de la
Candelaria, con diversas motivaciones, tales como: “que cesen las lluvias
que afectan las cosechas”, “para que cese la peste y el mal tiempo”,
“contra la plaga de langosta” o como la llamativa y ordenada por el
cabildo “acción de gracias por los daños ahorrados” a la Villa en el
terremoto ocurrido en Santafé en julio de 1785.[11]
Sobresale el hecho de que el 53.85% (7) de las 13 rogativas contabilizadas
fueran suscitadas por motivos climáticos o “agrícolas” y para que
“cese la peste”.[12]
Recursos
mágico-religiosos contra la catástrofe.
Durante
y aún después de los eventos catastróficos los actos de fe religiosa
manifiestan la certidumbre de la gente en los poderes divinos para restablecer
el curso regular de la naturaleza, y los poderes comunitarios, de orden
mágico-religioso para incidir sobre el mundo natural. Estas expresiones de
“religiosidad popular” no fueron exclusivas de la época colonial,
continuaron durante el siglo XIX, y aún existen, principalmente en las
sociedades de procedencia campesina, a pesar de los avances de la ciencia, la
medicina y la tecnología y lo que ellas implican en cuanto a un supuesto
dominio sobre la naturaleza y la enfermedad. Además, estas manifestaciones
variaron de acuerdo con las preferencias de cada grupo social por el santo de
su devoción, o de las localidades por su santo patrón, a los que se acudía
para restablecer la normalidad de la vida social y natural.
Eventos
naturales nefastos para la agricultura como una plaga de langosta, reforzaron
la devoción a la Virgen de la Candelaria en la Villa de Medellín. Así lo
anotó el conservador, educador y abogado Pedro Antonio Restrepo Escovar en su
diario:
“Mayo
19/1878:...El padre Gómez convidó ayer para ir en peregrinación a Itagüí,
llevando a Nuestra Señora de La Candelaria a decirle una misa allí y a matar
langosta... Muy de mañana mandé a mis hijos...que se fueron adelante de mí
a matar langosta; yo me fui después.”[13]
Este
caso como otros que narran viajeros y cronistas de la Nueva Granada, donde se
percibe la participación de personas cultas y “principales” de la Villa
en romerías y procesiones junto a numerosos campesinos y parroquianos de la
más baja extracción social, hace pensar que estas manifestaciones de
religiosidad estaban socialmente extendidas y no parecen exclusivas de las
“clases subalternas”, pues se compartía una cercanía cultural y
psicológica entre los diferentes estratos sociales, cuyas diferencias en lo
económico sí podían ser más visibles. La “religiosidad popular”, no
era pues, exclusiva de los sectores “populares”. Además, se sugiere en
las actitudes de la colectividad, que recurrir a lo religioso no implicaba un
fatalismo paralizante ante la calamidad, sino un sustento y motivación
simbólica efectiva para la acción humana dirigida a neutralizar sus efectos.
Actitud que ha recogido el folklor popular en la conocida frase “a Dios
rogando y con el mazo dando”.
En
otras regiones de la Nueva Granada como en la Sabana de Bogotá, los
labradores tenían en la iglesia de Monserrate su “santo abogado”, al que
acudían para calmar la sequía y la falta de pastos. En Popayán, hacia
principios del siglo XIX, las religiosas de la Orden de la Encarnación,
dirigían sus rogativas a una estatuilla del Divino Salvador, “...que se
sacaba en procesión para implorar al cielo cambio de tiempo en épocas de
lluvia o de sequías muy prolongadas.” Pero según el comentario jocoso del
Obispo de allí, “...sucede que cuando en la procesión se pide lluvia,
empieza a calentar el sol y si se ruega porque venga el verano se desata
tormenta de rayos y centellas”.[14]
En el caso de la Villa de la Candelaria de Medellín, una serie de temblores
de tierra y sus nefastas consecuencias, forzaron al cabildo en el año de
1730, a encomendar la localidad a San Francisco de Borja como patrono
protector contra “temblores, borrascas y tempestades”; los cabildantes se
comprometieron a celebrar su festividad anualmente cada 11 de octubre, según
lo establecido por la Iglesia Católica. Igual que en otras situaciones de
este tipo y según se decía en las actas capitulares, se trataba de buscar un
“intercesor” que abogara ante Dios a favor del vecindario, pues el único
remedio que consideraban para finalizar aquellos persistentes males era
“aplacar la ira divina” que los castigaba por sus pecados.[15]
Reiteradamente
se hace referencia en los documentos históricos a un Dios iracundo y
vengativo, propio de la tradición judaíca, que origina el flajelo
catastrófico o la enfermedad, como una forma de expiación de la culpa
colectiva por la situación decadente o pecaminosa de la ciudad. Pero
también, se hace presente un Dios piadoso que puede proveer el remedio y la
misericordia si se acude a él con arrepentimiento y devoción.
Como
lo ha señalado Renán Silva, el castigo divino era la forma de
representación cultural y explicativa de las catástrofes. Y no sólo los
religiosos vieron de esta manera los eventos catastróficos, sino también el
resto de la sociedad colonial y republicana. Interpretación que tomaba fuerza
con la precariedad de los medios a disposición para enfrentar el mal. Al
respecto interesa señalar que frente a la epidemia de viruela de 1.782, el
ilustrado Virrey Joseph de Ezpeleta explicaba que las alarmantes cifras de
muertes registradas podían ser en parte el resultado del “horror que se le
tiene en este Reino a las viruelas según lo he podido observar...”, miedo
que le parecía derivarse de la ausencia de formas de prevención, control y
tratamiento[16].
Las actitudes frente al mal estaban signadas, pues, por la disposición de
recursos prácticos para enfrentarlo, pero también culturalmente por la
noción de destino ligado a lo religioso, en estas sociedades tradicionales
donde el mundo está como sacralizado.
La
representación religiosa de las catástrofes se extendía a otros males no
siempre “naturales”, según las alusiones de Caballero y Góngora, al
señalar que “...el hambre, la guerra y la peste eran los tres grandes
despertadores de que el Señor se valía para castigar el pecado y la
ingratitud humana...” De allí, que de lo religioso se pudiera pasar al uso
político de las catástrofes, al relacionar el mismo funcionario el ataque de
la peste de 1.782 y su inusual gravedad, con la “impía sublevación” de
los Comuneros del año anterior. En su pastoral señalaba cómo la deslealtad
de los hombres ocasionaba la ira de Dios, prueba de ello era “aumentar el
Señor vuestras plagas, haciéndolas grandes y duraderas, enfermedades
pésimas y perpetuas...por haberse apresurado a atesorarse las iras de
Dios...”[17]
Las
referencias políticas de los desastres por parte de las élites, supone
además que no siempre fueron interpretados de la misma manera por los
diversos grupos sociales, incorporándose de manera diferente al imaginario
colectivo. En medio de las Guerras de Independencia de España, también se
presentaron este tipo de interpretaciones por parte de los “realistas”,
buscando culpabilizar a los “patriotas” de los males de la guerra y, de
esta manera, mermar su furor bélico.
Lo
maravilloso y lo cotidiano.
Si
bien los eventos catastróficos se prestaron a explicaciones sobrenaturales,
no siempre fueron vistos como resultado de la ira de Dios, pues en el
imaginario colectivo, “Satanás y sus huestes de hechiceros”, podían
tener su parte como autores del mal. La antigua relación entre demonio,
maleficio y brujería, como causante de desórdenes naturales provenía de
Europa y a ella fueron permeables instituciones como la misma Iglesia
Católica[18].
Parece que este tipo de creencias mágico religiosas se afincaron
principalmente entre la población negra, a la cual se endilgaba más
comúnmente la práctica de la brujería y la hechicería. Según las
creencias de los esclavos africanos de la zona minera de Zaragoza durante el
siglo XVII, el demonio tenía el poder de causar grandes daños, especialmente
en los frutos de la tierra, ordenando a la langosta, destruir el maíz y a los
brujos, a que “se pusiesen delante del sol y le estorbasen la claridad y
así puestos en el aire obscurecían el sol al amanecer”.[19]
Como
lo indica el documento anterior, fenómenos naturales excepcionales, pero
además, eclipses, meteoros y cometas, podían ser interpretados como signo de
los cielos, vaticinio de una catástrofe o de algún suceso inesperado que
comprometía para bien o para mal el destino colectivo. Puede tratarse con
ello de lo “maravilloso”, estudiado por Jacques Le Goff para la Edad
Media? Estos eventos “maravillosos” parecen configurarse también de lo
“extraño” y lo “sobrenatural”, teniendo entre sus funciones la
capacidad de compensar y restar fuerza a la trivialidad y monotonía cotidiana
de aquellas lentas y rutinarias sociedades campesinas agrarias.[20],
Y dentro de lo “maravilloso político” de que hablara Le Goff, podrían
situarse el nacimiento, muerte o matrimonio de los monarcas, o la temible
llegada de la guerra, anunciada por eclipses o fenómenos celestes como el
cometa que a finales del año de 1808
“...se
mostró en el cielo, produciendo emociones diversas que la ignorancia y la
superstición pudieron explotar a su placer en el campo de los intereses.
Sería éste celeste viajero el mismo que alumbró la cuna de Carlos V, que
volvía ahora a anunciar a España la proximidad del ocaso del sol inmortal de
aquel monarca?”[21]
Santos
protectores mediadores.
Atributos
y plástica individual.
“La
ciencia puede advertirnos,
pero
nada podrá protegernos.”
(Planeta
Feroz. Discovery Channel).
“!Oh
poderosísimo San Emigdio, ruega por los pecadores!
No
permitas que muramos de sustos ni de temblores.
Que
por tus piadosos ruegos nos viene de lo profundo
la
esperanza que teníamos: no vivir más en el mundo”
(Rezadores
y ayudados)
¿Qué
valor de representación tenían los santos en la religiosidad popular, frente
a estos eventos de la naturaleza? Como se ha observado hasta ahora lo
religioso aparece íntimamente ligado al destino humano, en
“situaciones-límite” donde se hacían evidentes la vida y la muerte, la
enfermedad y la salud, el orden y el desorden social y del cosmos. El santo
entonces, hace las veces de “calmante higiénico” contra los temores y
deseos de salvación. Como lo dijera Johan Huizinga, es un “seguro
espiritual” frente a los temores naturales y sobrenaturales.[22]
El despliegue por parte de los creyentes de estrategias mágicas, rituales y
de culto, expresa un sentido de “religiosidad funcional”; esto es, una
religión que se encuentra a su alcance
para incidir en los asuntos más nimios de la vida cotidiana pero también en
los más esporádicos, maravillosos y aterradores.
El
historiador francés Michel Vovelle, ha llamado la atención sobre la figura
del santo como instancia mediadora entre los hombres y Dios, a la cual la
“religión popular” asocia las solidaridades humanas.[23]
Sin embargo, el santo como mediador, amplía su abanico de significaciones en
las mentalidades colectivas, y por los especiales poderes que se le atribuyen
y sus efectos prácticos, llega a ocupar y usurpar el lugar de Dios al que
representa, pues las funciones que se le adjudican pasan a tener un gran
contenido mágico recursivo. Así, el santo es convertido por sus devotos en
una especie de divinidad y en recurso del más allá, indispensable para la
vida. [24]
Aquí,
toma forma el uso del santo como recurso mágico-religioso, cuya funcionalidad
frente al evento catastrófico se explica como es propio de las prácticas
mágicas y según lo indican Caro Baroja y Malinovski, por el gran sentimiento
de impotencia y frustración que experimentan los hombres frente a una
realidad aplastante y amenazante. Realidad cuya resolución se debate
dramáticamente entre las pretensiones voluntaristas y la incapacidad del
hombre para resolver un asunto a su favor.[25]
De manera colectiva o individual, el recurso a los santos supone la creencia
en la eficacia de la acción simbólica; de una magia, que aunque circunscrita
o aplicada a la religión, implica “obligar” a la divinidad para lograr de
ella acciones determinadas.[26]
Con
el fin de evitar una prolífica “religiosidad barroca” asociada a una
especie de “politeísmo pragmático”, los eclesiásticos, por medio de sus
oficios en la vida diaria y de las normativas de los Sínodos Diocesanos y sus
Constituciones, velaron por el cumplimiento de la doctrina, que permitía
tributar veneración a los santos, pero no adoración, que es la debida sólo
a Dios, y trataron de controlar las expresiones pictóricas y de los
imagineros. Al respecto, las autoridades Borbónicas a finales del siglo
XVIII, buscaron con un sentido moderno, no de suprimir lo religioso, sino de
depurarlo de ciertas contaminaciones, promoviendo las celebraciones religiosas
locales sin la suntuosidad, bullicio, gasto y festividad acostumbrada desde
antaño.
Provenientes
de Europa, muchas devociones sobre las que será necesario investigar con
mayor profundidad en los archivos municipales y parroquiales, reconocieron a
distintos santos, atributos especiales para restablecer el comportamiento de
la naturaleza o para escapar a sus inclemencias y a la enfermedad. A los
santos se les adjudican a veces sofisticados atributos, derivados de su
historia particular, manifiesta en una “personalidad plástica individual”
a diferencia de los ángeles que carecen de personalidad, excepto los tres
arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel. La figura del santo, tenía su carácter
individual, gracias a su imagen fija y definida, que puede ser consultada ante
una necesidad específica por parte del devoto. Como lo señala Serge
Gruzinsky, al sugerir la importancia cultural de la imagen religiosa en la
época colonial, imagen y santo están asociadas por doquier y no se comprende
la una sin la otra: “por encima de la imagen lo que está en juego es el
imaginario”, que implica la construcción de sentidos no reductibles a la
dialéctica entre significante y significado.[27]
El
santo está hecho para acercar el mundo de lo divino a lo humano. Con
frecuencia los atributos y especialización del santo, responden a una parte
legendaria de su historia personal. La protección de San Cristóbal fue
invocada contra las inundaciones, principalmente. Su leyenda viene de su
nombre y es muy conocida, Christoforus, el que lleva a Cristo. Es representado
sumergido con los pies en el agua, mientras atraviesa el río, cargando al
Niño Dios, con todo el peso del mundo, que lleva en sus manos. Su fiesta se
celebra comúnmente el 25 de junio. Todavía en los años sesenta del siglo
XX, los campesinos de San Cristóbal, un corregimiento localizado en las
vertientes del nor-occidente del Valle de Aburrá, bajaban con el santo en
peregrinación por las calles de la ciudad de Medellín. Como una muestra
asombrosa de la “fe mágica”, en Hojas Anchas, Antioquia, era usual
sumergir la imagen de Cristo en el río, a la altura del puente local, para
evitar que inundara al pueblo.
San
Sebastián tuvo gran fama desde Europa como protector contra las pestes. Fue
invocado contra las epidemias desde el siglo VII, pero sólo después de 1348,
con la Peste Negra que asoló a Europa, su culto adquirió un amplio
desarrollo. Acá, es más clara una de las leyes de la acción mágica: lo
semejante elimina lo semejante, para suscitar lo contrario: San Sebastián,
acribillado a flechazos, alejaba a sus protegidos de la peste cuyo ataque se
representaba como flechazos. De similar celebridad gozaba San Roque, de quien
se cuenta que siendo un peregrino, al ejercer la caridad con los apestados, se
contagió. Retirado a un monte, un perro le llevaba el alimento. Se lo
representa con éste animal, con la llaga en la pierna, el ángel que lo curó
y otros distintivos. Murió en el año de 1327 y su fiesta se celebra el 16 de
agosto. Ante la calamitosa presencia de la fiebre amarilla en Cartagena, el
Cabildo ordenó que se erigiera un templo en honor del santo en el barrio de
Getsemní, cuya construcción se finalizó en 1674 y todavía se conserva
restaurada.
Sobresale,
que a pesar de la especialización de los santos en determinados favores, se
les adjudiquen a varios de ellos iguales funciones protectoras o se extienda
su poder a otros ámbitos. Es así como se esperaba protección simultánea de
varios, contra los repetidos sismos que se produjeron en Santafé entre el 19
y 23 de noviembre de 1814, en medio de una “religiosidad barroca”
atiborrada de santos, rogativas, novenarios, procesiones y la adoración de
reliquias sagradas, desatada por el miedo y la angustia. Este fenómeno lo
deja traslucir nuevamente un testigo excepcional del diario vivir en Santafé,
José María Caballero:
“A
21 se comenzó una rogativa a San Francisco de Borja, por los señores
canónigos de la Catedral. A 20 se sacó por la noche el Cristo crucificado de
las nieves, que estaba en la veracruz, y lo pasaron en una muy lúcida
procesión a la Tercera, y se comenzó una misión. El 22 se comenzó una
rogativa a su Majestad, San Emigdio, San Nicolás y San Francisco de Borja, en
la Candelaria. A 23 se comenzó otra rogativa en Santo Domingo, a San Emigdio
y a Nuestra Señora de Guadalupe.
“A
24 se colocó el altar nuevo de Santa Bárbara, en Santo Domingo, y se sacaron
en procesión los huesos de San Feliciano, con mucha suntuosidad y grandeza, y
los colocaron en el mismo altar de Santa Bárbara, y al otro día se comenzó
la novena de dicha santa.”[28]
Como
puede apreciarse por el texto anterior, cuyas devociones referidas parecen
más propias del centro oriente de la Nueva Granada, Santa Bárbara, gozaba y
aún hoy de gran popularidad entre muchos colombianos. De acuerdo con la
historia más tradicional de la santa, se le adjudicaba poder para apaciguar,
poner fin y proteger de las tormentas, pero su poder en la “religiosidad
popular” se extendía también contra las sequías, según lo indicaba John
Potter Hamilton, hacia 1825. En su memoria de viaje dice, que después de
ausentarse por un año de la capital:
“Supimos
que durante nuestra ausencia casi no había llovido en Bogotá, y al finalizar
enero, vimos desfilar la gran procesión de Santa Bárbara, pidiendo su
intercesión para conseguir la lluvia que tanta falta hacía. Más, al
parecer, la santa era dura de corazón e inconmovible a las súplicas, pues
durante todo este tiempo no cayó una sola gota de agua. Santa Bárbara es la
santa que imploran los colombianos para alejar terremotos, pestes, hambres,
etc...”[29]
Era
usual que comerciantes, arrieros y toda clase de trabajadores itinerantes,
llevaran como un talismán o reliquia a Santa Bárbara y a otros santos en
pequeñas imágenes portátiles, como protección contra las inclemencias del
tiempo, los accidentes y la picadura de alguna víbora en medio del desamparo
y soledad de los caminos y bosques por los que deambulaban.
Al
igual que Santa Bárbara, San Isidro Labrador, patrono de los agricultores,
cuyo oficio personifica, cuenta todavía hoy con gran aprecio entre los
campesinos y como protector de cosechas y cultivos[30].
Por encima de las santas y santos más célebres, es necesario reconocer en la
Virgen María la intercesora de mayor rango ante Dios, según la doctrina
católica. De sus advocaciones sólo referiré algunas de las más llamativas
en la Nueva Granada.[31]
Desde
tiempos coloniales la Virgen de Chiquinquirá, hoy de alcance nacional como la
de El Carmen, despierta gran devoción popular en Colombia. La primera como
protectora contra pestes en la capital de la República. La segunda,
principalmente en Cartagena y en todo Bolívar, desde la colonia, pero
especialmente desde 1858, cuando el Obispo de la ciudad reactivó su culto. La
Virgen del Carmen es la patrona de los lancheros y como la del Buen Viaje,
inspira el fervor de los conductores, y también de marineros y pescadores
contra inundaciones, tormentas y encalladuras.
De
similar estatuto gozaron la Virgen de los Dolores, abogada contra pestes y
catástrofes y Nuestra Señora de la Salud. El culto de ésta data de 1757,
cuando su pintura fue encargada como réplica de Nuestra Señora de las
Angustias de Granada, España, por un pudiente devoto que antes de morir la
donó a la Parroquia de Bojacá. Igual devoción se halla hacia ésta virgen
en Chocontá desde finales del siglo XVIII y en Jericó, Antioquia, como
abogada contra las enfermedades.
Prolíficas,
las advocaciones a la Virgen derivan hacia tantas funciones protectoras y
atributos asistenciales, cuantas apropiaciones culturales locales o regionales
existan. En Ancuyó, Nariño, Nuestra Señora de la Visitación, cuyo culto
viene del siglo XVI, goza de mucha acogida entre los campesinos y es invocada
cuando nacen los niños y contra las enfermedades. Posteriormente, como
protectora de los cultivos y cosechas, es sacada en procesión en tiempos de
sequía a la manera de una divinidad agrícola. Este atributo data de
principios del siglo XX, cuando se le sumó la capacidad de exterminar plagas,
por lo cual en su manto prende desde entonces una langosta de oro, resultado
del favor que hiciera a uno de sus devotos. Se cuenta que al invocársela,
aparecían bandadas de aves y pájaros para exterminar y comerse a los
insectos.
Parece
ser común en Tocaima y Cundinamarca, el que se erijan efigies de la Virgen
frente a las casas, más como un gran amuleto, pues se pretende que proteja a
sus habitantes, que para el culto. Por su parte con Nuestra Señora de los
Remedios, se observa la funcionalidad religiosa que adquiere en una zona de
frontera de tradición ilegal, pues desde 1852 es tenida en la Guajira como
protectora contra desastres, piratas y guerras.
Para
finalizar con lo expuesto y vislumbrar futuros avances en éste campo de
investigación, sería necesario explotar mejor la producción pictórica y
escultórica de los exvotos, y la propagación cultural y local de las
diversas advocaciones, en relación con el estatuto social de las imágenes
como imaginarios. La historia del arte colonial y republicano, la de los
gremios de artesanos (pintores, doradores, escultores) así como el examen de
documentación testamental y de la literatura regional por sólo mencionar
algunas, indican la gran profusión que alcanzaba el consumo de imágenes
santorales en las localidades de la Nueva Granada, ya fuera para los espacios
domésticos o públicos, por medio de novenas, cuadros, murales,
ilustraciones, escapularios, medallas, estampas, y más tarde por medio de
reproducciones fotográficas, de uso diario y personal.[32]
Es
común encontrar en las mortuorias o testamentos coloniales la presencia de
imágenes de bulto y pinturas de santos entre las pertenencias personales y
domésticas, lo cual muestra la gran profusión que alcanzaba el fervor
religioso a los santos entre la población. Como lo ha mostrado el
investigador Santiago Londoño para el caso antioqueño, una mayor necesidad
de visualizar lo divino hacia mediados del siglo XVIII, se conjugó y
encontró sustento en el mejoramiento económico de la provincia con la
consiguiente mejora en la capacidad para consumir y solicitar imágenes por
parte de los nuevos grupos de población en crecimiento.[33]
Lo cual supuso además el desarrollo de un grupo artesanal regional, dedicado
a la producción artística religiosa, para complementar la demanda de
imágenes provenientes de Santafé y Quito, principales centros proveedores de
ellas en Nueva Granada. Este proceso fue de tal dinamismo en Antioquia, según
el mismo autor, que: “Más de la mitad de las obras del siglo XVIII hasta
ahora identificadas en Santafé de Antioquia y Medellín, se refieren a los
santos. Los otros temas por supuesto vírgenes, episodios de la historia
sagrada, evangelistas, escenas de la pasión, misterios religiosos y algunos
exvotos y retratos”.[34]
En
múltiples formas religiosas y estéticas de apropiación local del culto, los
santos protectores, permitieron a las poblaciones un recurso mágico-religioso
para enfrentar y conferirle sentido a las duras condiciones de la vida en el
campo, poniendo a su disposición los recursos de lo divino, para mediar y
neutralizar la enfermedad así como una naturaleza que podía tornarse
incontrolable y amenazante sobre lo humano.
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No sólo se acudía a los santos como protección o escapatoria a la
muerte. Proveniente de Europa, una antigua creencia dictaba que las
“campanas consagradas”, protegían de la tempestad o la peste. El caso
de una “campana no consagrada” se le presentó al Obispo de Popayán
en 1617, por lo cual las gentes “...han dado en hacer reliquia de ella
con tan gran exceso que han puesto en ella toda fe, diciendo que en tocándola
están libres de rayos y tempestades...y ha crecido tanto la veneración
en este asunto que es fuerza remediarlo”. PIEDRAHITA, Javier., Historia
eclesiástica de Antioquia. (Colonia e Independencia). 1545-1828.
Documentos y Estudios. Medellín, Editorial Granamérica, 1973, págs.
73-74. La conmoción de la atmósfera producida por el estruendo de las
campanas, así como por el cañón, eran recursos contra la peste, para
ventilar el aire y su amenaza pútrida. QUEVEDO, Emilio., “Los tiempos
del cólera. Orígenes y llegada de la peste a Colombia”, en: Credencial
Historia, edición 29, mayo de 1.992, pág. 29.
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